Síndrome de Weimar

Síndrome de Weimar

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En su momento, la llamada República de Weimar —Alemania, entre su derrota de 1918 y la subida de Hitler al poder en 1933— fue atacada y zaherida por todos. Se la llamaba “república sin republicanos”. No solo por los ataques de izquierda y derecha; incluso nazis y comunistas ocasionalmente se juntaban para demolerla. Por unos años funcionó una alianza que iba desde una derecha conservadora hasta los socialistas, la estabilizaron y el país progresó. En lo económico y social, el pueblo alemán estaba mejor en 1929 que en 1914, al comenzar la guerra. Pero nadie quería percibirlo, ensimismados en la crítica. La burla y la sátira despojaron al sistema social de legitimidad, para fatalidad de la misma Alemania. Después vino la crisis económica, los partidos totalitarios (nazis más comunistas) obtuvieron la mayoría absoluta. Advino el colapso. Y le siguió el llanterío por lo que se perdió.

Weimar, vía Holocausto, llegó a ser el paradigma de la historia político-moral con la que todos nos medimos, y por eso es relevante para nuestro Chile. Tras la catástrofe vinieron las lágrimas de cocodrilo, y la conciencia de que las cosas no estaban tan mal. Sobre todo, que la sociedad humana no admite saltos al Paraíso, pero sí algo sustancial y arduo, el mejoramiento.

Recordaba esto a propósito de la mofa en un canal televisivo, hábil por cierto, sistemática y repetida al Ejército, con éxito en audiencia. Sus participantes se presentan como si fueran osados miembros de una cruzada de los oprimidos, cuando en realidad pertenecen a una de las varias élites, de las más impunes y menos invisibilizadas (adjetivo fashionable). Más allá del deber de denunciar irregularidades y que la libertad de prensa es inalienable a la democracia, refleja una tentación de los exquisitos por ejercer la mofa como fin en sí mismo, aplaudidos por los elegantes y las masas (casi lo mismo). Están en línea con sucesos anticipatorios de situaciones catastróficas, incluso en grandes talentos: el estreno de Las bodas de Fígaro (1784), de Beaumarchais, en los estertores del Antiguo Régimen antes de la Revolución Francesa, implacable sátira aplaudida por los bellos y exquisitos, muchos de ellos después guillotinados. Lo mismo en Weimar, con la famosa y genial Ópera de Tres Centavos, de Brecht, de 1928. El primero no reparaba en que el régimen se estaba abriendo y había que cuidar la planta; en el segundo caso, una vez que se demolió la democracia, Brecht, instalado en un totalitarismo, el comunismo, perdió todo sentido crítico, amén de callar para siempre el que una de sus mujeres desapareció en el Gulag.

Burlarse de grandes verdades y del establishment confiere caché. Por ello el aire de superioridad moral, siempre arrogante, que puede investir al humorista. Al humorista, por el simple hecho de que hace reír, se le aureola de hombre bueno, santo laico. Es cierto que el humor y la sátira iluminan aspectos a veces escondidos de la realidad. Mas, ni el humor ni el humorista están más allá del bien y el mal, ni necesariamente representan el combate justiciero del débil ante el fuerte. Puede ser un arma baja, puro bullying maligno. Recordemos el filme “El Guasón”: cuando payasos y bufones se hallan juntos, asoman almas poseídas de oscuros resentimientos y se abominan entre ellos. No pocas veces el humor convive con el odio.

En momentos en que nos aprestamos a escoger una deliberación constituyente, no olvidemos qué es lo que permite la crítica y autocrítica: la libertad. Me atrevo a efectuar la apuesta de que, cuando en un tiempo más se miren nuestras últimas décadas, serán vistas como un El Dorado, paraíso perdido. Se las llorará en síndrome de Weimar. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois

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