Se respira otro aire

Se respira otro aire

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La Convención fue un experimento concebido por el gobierno y el Congreso anteriores bajo la presión combinada de la revuelta de octubre de 2019 y el oportunismo político que se potenció entonces. Generó grandes expectativas en mucha gente, que creyó de buena fe que, como afirmaban los negociadores del acuerdo del 15 de noviembre, la posibilidad de lograr la paz en Chile estaba supeditada a la redacción de otra Constitución. De allí surgió el segundo parlamento, que a lo largo de un año multiplicó las confusiones acerca de cómo progresan las naciones, y cómo se hunden.

Los colectivos coaligados en la Convención nunca dudaron de que la fuente de su poder había sido la revuelta o, mejor dicho, el mito fabricado sobre la destrucción y el pillaje que desfiguraron a nuestro país. Convertidos en mayoría circunstancial, crearon un microclima para llevar a cabo la excitante faena de rearmar Chile. El método consistió en yuxtaponer las manifestaciones de monismo cultural que caracterizan a las pasiones identitarias, a las que se adosaron las supersticiones de la vieja izquierda sobre la lucha de clases y el control estatal de la sociedad.

Eso explica la mirada despectiva que predominó en la Convención sobre los presupuestos de la estabilidad institucional y el progreso de Chile durante 30 años: la lealtad con la democracia, el rechazo sin dobleces de la violencia, el compromiso con la gobernabilidad, la voluntad de sostener el Estado de Derecho, la línea de sumar las capacidades del mercado y el Estado en favor del crecimiento económico y la cohesión social.

El populismo constitucional abrió un interrogante sobre asuntos que hace un año no imaginábamos que pudieran estar en duda; en primer lugar, que todos somos parte de la única nación que existe en el territorio, con una sola legalidad, un solo sistema de justicia, iguales derechos para todas las personas por encima de la raza. Al proclamar la plurinacionalidad y establecer territorios autónomos basados en la homogeneidad étnica, el texto que respalda el Presidente Boric crea las condiciones para una dolorosa fractura.

El país real se difuminó a los ojos de los refundadores, quienes, curiosamente, daban por hecho que todo lo que funcionaba en la sociedad se encontraba asegurado y que, por lo tanto, había suelo firme para experimentar. Por ejemplo, a los convencionales que tienen cuenta bancaria parece no haberles inquietado la eventualidad de que el sistema financiero entrara en crisis o la propiedad de sus fondos quedara en suspenso. No sacaban conclusiones ni siquiera del inmenso gasto público para financiar la Convención y el Congreso al mismo tiempo.

En los últimos años, fueron demasiados los malentendidos que debilitaron la cultura democrática e hicieron crecer los riesgos de extravío. Ello se debió en gran medida a que muchas personas con responsabilidades públicas retrocedieron y callaron, quizás a la espera de que pasara el temporal. Afortunadamente, es visible en estos días la irrupción de amplios sectores dispuestos a defender las libertades amenazadas. Hay otro aire. La reacción de la sociedad está a la vista. Se requiere corregir muchas cosas, pero lo primero es proteger el patrimonio que se ha intentado demoler.

No hay dos proyectos sometidos al juicio ciudadano en el plebiscito del 4 de septiembre, sino uno solo, el de la Convención. Se aprueba o se rechaza específicamente ese texto. Si es rechazado, el país no quedará en tierra de nadie, sino funcionando dentro de las normas constitucionales vigentes, que son las que sostienen la legitimidad del Presidente de la República y del Congreso, así como del conjunto de las instituciones. Es mejor para todos, sobre todo para el Gobierno, no poner en duda la vigencia de esas normas hasta el momento en que sean reemplazadas. Esa es la base para encauzar, desde el Congreso, el debate dirigido a definir la vía más eficaz para alcanzar el consenso constitucional que el país necesita.  (El Mercurio)

Sergio Muñoz Riveros