Rupturas en el PC: la fascinación por el ejercicio asilvestrado del poder

Rupturas en el PC: la fascinación por el ejercicio asilvestrado del poder

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Trazos inéditos están haciendo muy interesante la disputa político-generacional al interior del PC chileno. No existen antecedentes de otro momento histórico -ni en Chile ni en el mundo- donde el desplazamiento de la vieja guardia se haya hecho mediante una confrontación explícita. La razón se remonta a la infancia de aquella ideología.

En efecto, el llamado centralismo democrático impregnó la vida interna de estos partidos desde inicios del siglo 20, cuando Lenin escribió dos obras consideradas centrales, Qué Hacer (1902) y Un Paso adelante, Dos Atrás (1904), donde estableció una estricta verticalidad como eje organizativo. “Nadie tiene razón contra el partido”, escribió y repitió mil veces. En los 90, Sam Huntington alabaría el impacto que tuvo aquella característica de los PC en la gobernabilidad de la mayoría de los países donde instauraron su régimen; le dio a las arbitrariedades inherentes un toque de “institucionalidad”, razón por la cual ninguno fue un estado fallido.

Justo en este principio radica una diferencia muy sustantiva de los PC con los partidos que hoy adhieren al llamado socialismo del siglo 21 (S-21), esta variante menos ideologizada, más caótica y propensa al despotismo descarnado, según lo demuestran las experiencias venezolana y nicaragüense. Interesante enigma plantea la constatación que el bando político-generacional desafiante en el caso chileno de hoy coquetee más con ese ejercicio asilvestrado del poder típico del S-21 que con la tradición del centralismo democrático. Se trata de una ruptura muy significativa.

Es un enigma hacia el futuro, porque esta deificación del partido permitió a cada PC -independientemente si llegó o no al poder- solucionar siempre todos y cada uno de sus líos internos (desde definiciones políticas, dramas familiares y rencillas personales hasta sabrosos líos sentimentales) en el más profundo sigilo, evitando descalabros. Sólo años después de ocurridos los hechos, y recién muertos los protagonistas, el paciente trabajo de historiadores y cientistas políticos, como Archie Brown, han logrado reconstruirlos y analizarlos. Ejemplos hay bastantes, aunque la mayoría sigue en las tinieblas.

En el Moscú de los años 20, por ejemplo, el herético líder bolchevique Nikolai Bujarin, al ser acusado de subvertir el orden interno, fue obligado literalmente a arrodillarse y pedir disculpas por crímenes que jamás cometió. Más tarde, en los 30, a otro líder, Anastas Mikoyan, se le obligó a denunciar a su extrovertida esposa, debido a sus persistencia en manifestar sus opiniones fuera del partido; la señora falleció en un gulag. En tanto, en la RDA, un juvenil líder llamado Erich Honecker fue obligado a escoger, de manera sigilosa, entre su esposa, la dirigente del partido, Edith Baumann, con la que tenía una hija, y su amante, Margot Feist, con la que tenía otra hija, dado que el escándalo estaba trascendiendo fuera del ámbito del partido. Optó por Margot y la carrera política de la señora Baumann se acabó. En Praga, en 1951, el propio Secretario General del Partido Comunista, Rudolf Slánsky, cayó en desgracia en una razzia anti-judía ordenada por Stalin (a la cual obviamente se opuso) y fue ahorcado, acusándosele de “prácticas cosmopolitas” y de ventilar públicamente las diferencias internas. Aún más, ni siquiera el agitado ambiente de libertades informativas que se respiraba en la transición española postfranquista logró penetrar en la caparazón del XI Congreso del PC, que terminó con la expulsión de Santiago Carrillo, el legendario estandarte del eurocomunismo.

Viendo estos ejemplos, un interesante ejercicio contrafáctico sería examinar qué pasaría hoy si el PC chileno tuviera un congreso por estos días. Es altamente probable, que terminase en división. Sin embargo, no sería la primera acusación entre duros y blandos.

En general, y en todo el mundo, grandes estragos causó durante los 30 y 40 la soterrada disputa entre stalinistas y browderistas, que llevó al colapso a la Tercera Internacional y provocó profundas rupturas al interior de los partidos comunistas latinoamericanos, entre otros, en Chile.

Aquí, Contreras Labarca fue sacado abruptamente de la secretaría general por un grupo stalinista dirigido por R. Fonseca y Galo González. Hacia fines de los 80, Luis Corvalán fue destituido y relegado al olvido sin aspavientos públicos. Sottovoce mantenía una agria disputa con Gladys Marín sobre cómo enfrentar la transición. Pero Corvalán recibió de su propia medicina. Anteriormente había expulsado a un emblema del PC en los 60 y 70, como Orlando Millas, quien abandonó presuroso Moscú y salió a Holanda para morir en el total olvido. Millas publicó cuatro volúmenes de Memorias; una ráfaga de luz hacia las catacumbas que le tocó presenciar. Relata su decepción del régimen soviético y su rechazo a la política de rebelión en Chile como trasfondo de sus desaveniencias con Corvalán, Teitelboim y compañía.

Hoy afloran disputas que tienen que ver con sus típicos temas: política de alianzas y caracterización del momento político. Sin embargo, el contexto que viven es muy distinto. Están insertos en una sociedad abierta, pero los rodea un aura y un aroma de vestigio. El desafío para la democracia chilena es que observan fascinados ese poder asilvestrado que ingenió Chávez. (El Líbero)

Iván Witker

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