Rehabilitar el Estado

Rehabilitar el Estado

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Hace unos días, un grupo de personas se organizó con el fin de desalojar la sede municipal de Curacautín. Ella había sido objeto de una toma que buscaba respaldar las demandas de los presos en huelga de hambre. Como era de esperar, la intervención produjo enfrentamientos entre ambos bandos, y el hecho causó conmoción pública. ¿Cómo es posible que particulares busquen hacer justicia con sus propias manos? Más aún, ¿es posible combatir una toma ilegítima con medios ilegítimos? ¿No hay allí una contradicción flagrante?

No es fácil ordenar la discusión, porque se mezclan muchos niveles. Por de pronto, resulta ocioso negar que nuestro país arrastra hace más de un siglo una deuda enorme con el mundo indígena. En un libro reciente, el historiador Gabriel Cid describe las discusiones sobre la cuestión mapuche en la década de 1820, y el parecido con algunas de nuestras discusiones no deja de ser asombroso: hay preguntas que nunca hemos querido responder. Por otro lado, el problema tiene una dimensión policial que no puede soslayarse. Por supuesto, el problema no es solo —ni principalmente— de seguridad, pero este aspecto afecta gravemente la vida de muchos compatriotas (incluyendo mapuches que han sufrido represalias por sentarse a conversar).

Con todo, me parece imprescindible situar el fenómeno en un marco más amplio: el progresivo deterioro de nuestro Estado. Después de todo, si hemos llegado a un punto de ebullición tal que particulares se enfrentan para hacer valer sus puntos de vista, es porque el Estado ha abdicado de sus funciones más elementales. Desde Hobbes sabemos que allí donde no hay Estado, emerge la violencia: sin instancia pacificadora, estamos condenados al caos y a la ley del más fuerte.

Como siempre, aquí confluyen una multitud de factores. Por de pronto, el mismo Estado perdió buena parte de su legitimidad como agente capaz de proveer orden, a partir de la “Operación Huracán”, el caso Catrillanca y los excesos policiales del año pasado. Poseer el monopolio de la fuerza implica responsabilidades muy elevadas, y en los últimos años se han cometido errores garrafales que dificultan esa función. En ese sentido, resulta urgente dotar a la fuerza pública de una legitimidad mínima que le permita operar. Esto es fundamental en atención a los desafíos que vienen. En efecto, no podemos darnos el lujo de tener un año electoral con amenazas de esta naturaleza, y los partidarios del proceso constituyente deberían ser los más interesados en despejar esta variable.

Por otro lado, al mismo tiempo debe decirse que aquí ha vuelto a manifestarse la enorme ambigüedad de nuestro octubre: el malestar social combinado con elevadas dosis de violencia. Parte de la izquierda nunca logró separar nítidamente estos planos, y terminó justificando —de modo más o menos tácito— algunos métodos que pugnan con el Estado de Derecho. Pues bien, esa señal tiene sus consecuencias. Si acaso es cierto que el pueblo puede despertar, debe admitirse que puede hacerlo en muchas direcciones distintas, y que esas direcciones no necesariamente serán de nuestro agrado. ¿Por qué quienes buscan desalojar los municipios (indispensables en pandemia) no representan también el despertar del pueblo, o al menos una parte de él? ¿Cómo zanjar esa cuestión si hemos aceptado antes el principio que valida los caminos de facto? Esta es la gran trampa en la que cayeron sectores de oposición. Dado que, en el mejor de los casos, se abstuvieron de defender el respeto a la ley como condición de convivencia, debilitaron gravemente la autoridad del Estado. Esto se suma, además, a cierto discurso posmoderno que ve en el Estado una fuente de opresión que ha de ser combatida por todos los medios. Sin embargo, si el Estado es solo un macho violador, volvemos al punto de Hobbes.

Todo esto se vuelve más dramático —y absurdo— si consideramos que las izquierdas depositan mucha confianza en el Estado para realizar grandes transformaciones. Muchos suponen que han debilitado únicamente a la administración de Sebastián Piñera, pero no se percatan de que la crisis es mucho más profunda, y no afecta solo al oficialismo. En rigor, el primer desafío de la oposición no es recuperar la unidad, ni propinarle golpes al Ejecutivo, sino contribuir a elaborar un discurso que rehabilite al Estado como agente de orden y protección. Para eso, desde luego, hay que partir por cobrar impuestos, pero también hay que hacer valer el respeto a la ley como principio de la vida colectiva, sobre todo cuando nos resulta incómodo. Incluso en el tema mapuche, no habrá salida al margen del derecho. De nada servirá una nueva Constitución si no hemos hecho antes el ejercicio de limitar nuestros legítimos anhelos obedeciendo a la ley. Ese es, después de todo, el fundamento último de la república. De lo contrario, la oposición tendrá que enfrentarse a la paradoja formulada por Tocqueville en 1848: celebra que el Gobierno está cada día más frágil, sin advertir que es el poder mismo el que está por los suelos.(El Mercurio)

Daniel Mansuy

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