Ha sido sorprendente escuchar decir a algunas personas que, aunque conscientes de todos los problemas que se anidan en la Propuesta Constitucional, han decidido aprobarla porque esta sería el fruto de la única experiencia constituyente democrática en Chile, y ese sería el sello que la caracterizaría. Este es un juicio errado, y no porque los otros procesos que en Chile han originado constituciones hayan sido democráticos, sino porque tampoco esta Convención Constituyente lo ha sido, ni en su origen, ni en su desenvolvimiento, ni en el texto constitucional que produjo.
Por de pronto, es necesario tener presente que es la violencia la que está en el origen de este proceso constituyente; una violencia incontenible que se apoderaba de las principales ciudades de Chile, y a la que tanto temieron las dirigencias políticas. Además, al momento del plebiscito de entrada se le aseguró a la ciudadanía que la Convención se elegiría con el mismo sistema de las elecciones de diputados. No obstante, poco después se aprobaron dos leyes que introdujeron los escaños reservados para indígenas, la paridad de resultados y no solo de candidaturas, y la posibilidad de pactos entre independientes. Así es que las reglas del juego fueron cambiadas.
En cuanto a cómo se desenvolvió la Convención, un sello antidemocrático, contrario al entendimiento, al acuerdo, a la búsqueda de consensos, permeó el comportamiento de mayorías vociferantes. Este quedó reflejado en sesiones en las cuales se silenció y aisló a quienes pensaban distinto, y también cuando se rechazaron todas las propuestas ciudadanas de quienes no compartían el afán refundacional de las mayorías dominantes en la Convención.
Es que lo distintivo de este proceso constituyente no es su carácter democrático, sino su propósito de refundar Chile. Desde el inicio, ello fue evidente a nivel simbólico: se evitó poner banderas nacionales en ocasiones solemnes, así como se impidió cantar la canción nacional en la ceremonia inaugural. Más decisivo es el contenido mismo de la Propuesta. En ella, la nación chilena desaparece para dar paso a la creación de once naciones indígenas (podrán ser más) en territorios autónomos, con un sistema de justicia propio, y con capacidad para entablar relaciones formales con pueblos indígenas más allá del espacio del Estado de Chile. Es que Chile quedó reducido solo a un mero aparato estatal, cargado de obligaciones para con las naciones indígenas; por de pronto, financiarlas y facilitarles la realización de sus proyectos.
Por lo mismo que lo esencial de esta Propuesta Constitucional es la voluntad de refundar Chile, es que la creación de naciones indígenas dominando territorios autónomos quedó sellada a perpetuidad. En efecto, en la carta propuesta se determinó que las naciones indígenas deben aprobar cualquier reforma constitucional que afecte los derechos que esta carta les otorga. Por de pronto, su control sobre territorios cuya extensión no se explicita. Aunque la lonca Juana Calfunao nos ha notificado que “desde Biobío al sur es territorio de la nación mapuche”. Además, hay que tener presente que dentro de los derechos que la nueva carta concede a las “naciones y pueblos indígenas”, está su integración vía escaños reservados en casi todas las instituciones del Estado de Chile, sean o no electivas. Así es que con este artículo, el 191, que exige la aprobación de las naciones indígenas a las reformas que las afecten, la nueva Constitución propuesta ha recibido su cerrojo, y ha quedado más pétrea que cualquiera de las constituciones que Chile ha tenido. En lo esencial no podrá ser reformada. Ha sido de este modo que se ha preservado inmodificable lo esencial del nuevo texto que se nos propone, esto es, la refundación de Chile. (El Mercurio)
Sofía Correa Sutil



