Lo cierto es que tras ese conjunto de críticas, válidas quizá algunas de ellas, hay una cuestión más delicada e inquietante. Y esta es si es que nuestras autoridades, ejecutivas y legislativas -especialmente estas últimas, diría yo-, se quieren someter a las reglas de la democracia constitucional o pretenden que, por su condición de representantes electos del pueblo, la democracia representativa es suficiente título para adoptar decisiones colectivas sin sujeción a límites, restricciones o marcos que emanen de un estatuto constitucional. En buenas cuentas, si habrá reglas a las cuales deberán someterse los titulares transitorios del poder o si, por el contrario, por ser eso mismo, titulares del poder, pueden adoptar las decisiones que estimen válidas por emanar de mayorías, también transitorias, aun cuando ellas sean de cualquier manera contrarias a un estatuto superior presente en las normas de una Constitución. Si esta es, de verdad, la pretensión no expresada formalmente de quienes desprecian la labor del TC, los ciudadanos debemos preocuparnos y habrá que hacerlo, pues la Constitución no solo organiza el poder, sino que, muy concretamente, lo sujeta a restricciones que son esenciales para la defensa y eficacia de los derechos humanos. Pretender que las decisiones mayoritarias del legislador puedan adoptarse aun cuando lesionen o restrinjan derechos humanos es populista, demagógico y, además, autoritario.
Es posible pensar, no obstante, que las críticas al TC no tienen que ver con la supremacía constitucional, con la vigencia del Estado de Derecho, con la democracia constitucional. Es cierto, entonces, concluir que nuestros representantes quieren someterse a las reglas de una Constitución y que la vigencia, aplicación e interpretación de tales reglas no emanen de ellos mismos. En ese entendido habrá que buscar la forma de consensuar las reformas que, sin afectar los principios de la democracia constitucional, validen al TC y no lo enfrenten, permanentemente, a los cuestionamientos reseñados. Por lo pronto, diez jueces podrán considerarse un exceso para un país pequeño, con pocos habitantes, y luego, su integración en numeración par con voto dirimente de su presidente lo transforma en una autoridad en exceso poderosa en la decisión de cuestiones, a veces, demasiado relevantes política y socialmente. El control previo obligatorio de alguna clase de normas debiera ser objeto de discusión, como lo es la existencia misma de las leyes con rango orgánico constitucional. Sacar esta atribución al TC podría ir aparejada a una reforma constitucional que termine con esos quórums supramayoritarios para la aprobación, modificación o derogación de cierta clase de leyes. En fin, junto con la integración impar que debiera tener, podrán ser revisados los mecanismos para mejorar los nombramientos, haciendo más representativos y exigentes los requisitos para ser juez constitucional.
En conclusión, es tiempo de afrontar el desafío para definir si nos sujetaremos a las reglas de la democracia constitucional. Si es así, entender que es indispensable someter a la ley a los límites impuestos por la Constitución; que el control de ese sometimiento no puede estar radicado en el mismo legislador; que nos debemos, por ello, un TC validado, alejado de la crítica y de la violencia social, y que, para conseguirlo, habrá que acordar las modificaciones a su integración y atribuciones que sean indispensables y consecuentes con los principios de esa clase de democracia.
Eugenio Evans E.
Profesor de Derecho Constitucional