¿Reforma o revolución?

¿Reforma o revolución?

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Una de las características más sorprendentes de un texto constitucional deriva del hecho que este proviene de un momento que está fuera del derecho; pero que, paradójicamente, el texto debe aspirar a domesticar o a regular.

Piense usted en lo que ocurrió con la Constitución de 1925. Ella cambió cuando, mediante una revolución, se la desconoció hasta dejarla sin efecto y luego se la sustituyó por otra, la Carta de 1980 (la derecha también hace revoluciones). Piense ahora en esta última. Se impuso desde fuera del derecho y, luego de ello, y como consecuencia de los hechos violentos, se decidió cambiarla como producto de algo que no alcanzó a ser revolución, pero que se le pareció y que en los hechos acabó empujando su caída (la revuelta de octubre).

En suma, la Constitución cambia desde algo que está fuera de sí misma.

Por eso, como se ha dicho infinidad de veces en la literatura, cuando la Constitución regula su propio cambio o su propia sustitución, además de debilitarse de manera prematura (puesto que entra en vigencia anunciando cuál es el camino para perder esa misma vigencia) incurre en una especie de paradoja, puesto que por una parte aspira a disciplinar la vida política estableciendo una forma de vida con valor incondicional (la democracia, los derechos fundamentales); pero, por otra parte, reconoce que esa forma de vida no es incondicional (puesto que establece reglas para que se la cambie).

Es fácil entender entonces la razón de por qué el Partido Comunista está disconforme con las reglas de reemplazo de la Constitución; pero también una parte de la derecha.

El Partido Comunista, porque desde su punto de vista (en esto Lenin y Carl Schmitt se asemejan), la realidad es que el cambio constitucional equivale a una revolución y la única manera de nombrar lo que ocurre cuando esta última sobreviene es hablar de poder constituyente originario y este radica en el pueblo. Pero, continúa, someter a reglas al pueblo a la hora de reemplazar un texto constitucional es negar su carácter originario, su carácter de poder no sometido a regla alguna. Así entonces, lo único que puede hacer un texto constitucional, si quiere ser consistente con esas ideas, es decir que el poder constituyente radica en el pueblo y poco más.

Por otro lado, la derecha también podrá estar disconforme; aunque por otras razones. La derecha, o al menos parte de ella, no desconoce el fondo de razón (y de crudo realismo) que hay en la observación de Carl Schmitt; pero, ha de pensar, justo por eso es mejor esmerarse por regular el reemplazo o el cambio constitucional como una forma de sujetar o conducir, o domeñar, hasta donde todo esto es posible, fuerzas que inevitablemente aparecerán y que si no se las sujeta mediante el derecho, o se hace el esfuerzo de sujetarlas, harán muy frágil el orden constitucional.

¿Qué hacer entonces?

Un problema muy parecido a ese fue el que consideró Kant en su famoso escrito sobre La Paz perpetua (que viene a cuento luego de la frase que pronunció el vicepresidente Valle cuando repitió aquello de que a veces vale más tener la paz que tener la razón). En ese escrito, Kant se pregunta si sería razonable que un tratado que pone fin a una confrontación entre dos Estados (para efectos del argumento es equivalente a que dijera una Constitución) contuviera una cláusula que estableciera en qué casos una guerra futura sería justa. Kant, con toda razón, piensa que tal cláusula sería inválida. Si se pactara una cláusula semejante, observa Kant, se alimentaría la idea de que lo que se acaba de convenir es apenas una tregua de la guerra a la que se quiere poner término. Y gracias a esa cláusula cualquiera de las partes podría reiniciar esa misma guerra cuando encontrara una mejor correlación de fuerzas. Esa cláusula constituiría, sugiere Kant, el anuncio de una guerra futura.

Kant tiene toda la razón y ese es el motivo de que parezca más sensato que una Constitución diga que hay cosas que no pueden ser cambiadas y en aquellas que sí se puede hacer, lo llame reforma y no reemplazo. (El Mercurio)

Carlos Peña