Reemprender el viaje

Reemprender el viaje

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Cada tanto surge la pretensión de contar con un conjunto de conceptos que sirvan para ordenar y comprender lo que sucede en América Latina. Se habla de ciclos, según las preferencias ideológicas de cada cual. A veces el péndulo parece moverse hacia la izquierda; otras, hacia la derecha. Pero los últimos hechos  desmienten esa pretensión.

Se reitera una constante de nuestra historia republicana: la sorpresa y lo imprevisto. Vuelve la palabra crisis a estar en boca de todos, y de poco consuelo sirve afirmar que se trata de una oportunidad. ¿Oportunidad para quién y para hacer qué? En la política campea la corrupción y en la sociedad, la violencia.

Todos los indicadores -pensemos en Latinobarómetro- dan cuenta de un debilitamiento de las democracias. A veces ello se expresa en fórmulas autoritarias como Maduro y Bolsonaro; a veces, en pura inestabilidad como ha ocurrido en Perú y, antes de Correa y Morales, en Ecuador y Bolivia; en otros países se suma a un agudo desajuste económico como en Argentina; en otros, como Colombia, vuelve el ciclo de la guerrilla y la violencia, probablemente con menor intensidad que antes. México parece seguir un camino propio, vinculado como está a los EE.UU. y con el peso de la presidencia protectora, pero desafiado por el crimen organizado y los problemas sociales no resueltos. Mientras Cuba sigue todavía en su letargo revolucionario.

Si miramos el panorama político de la región, veremos que en todos los países los sistemas políticos son cuestionados y surgen movimientos nuevos más allá de los esquemas de los partidos políticos históricos. Muchas veces son encarnados por figuras carismáticas, un líder providencial más o menos fugaz; en otras ocasiones se trata de nuevas formas de movimientos más colectivos. Entonces, se intenta una nueva explicación: el populismo. Se trata de un concepto líquido que se escapa entre los dedos, de múltiples cabezas y expresiones, pero que tiene algunos rasgos comunes: su menosprecio por las instituciones republicanas y una impronta autoritaria. En nombre de la emergencia, se apela directamente al pueblo. Estos movimientos, una vez alcanzado el poder, suelen agotar su repertorio a poco andar, incapaces de enfrentar los desafío complejos de las sociedades actuales.

Pero indican esa incapacidad que han tenido las instituciones –con excepción de Costa Rica, Uruguay y Chile– de contener y encauzar los procesos sociales. Es lo que algunos han llamado “la república superficial”, sin raíces profundas, nacida más de la voluntad de las elites que de las demandas populares. Sin entrar a la discusión si en América Latina –más allá de su diversidad- el Estado intentó organizar la sociedad o si ésta lo fue formando, lo cierto es que entre el mundo del derecho y la cultura política por una parte, y la vida social por otra, permanecen todavía múltiples vasos comunicantes cortados, o mejor dicho, en que el sedimento de la historia, como el colesterol, los ha ido tapando.

Algunos buscan la clave de esta situación intentando interpretar un malestar difuso, pero a poco andar las opiniones se dispersan. No basta con señalar que estamos al borde de caer, si no lo hemos hecho ya, en la trampa de los países del ingreso medio, que las nuevas clases medias están atemorizadas de volver a la pobreza, que las exigencias de la globalización chocan con las identidades locales o que se trata simplemente del malestar propio de la civilización detectado por Freud o que vivimos en una sociedad de mayor riesgo descrita por Ulrich Beck.

Chile aparece felizmente como un país estable y normal. Pero cunde la preocupación por lo que vendrá luego del actual gobierno y erraríamos si no percibiéramos las inquietudes de fondo que atraviesan a la sociedad y que se agudizarán en la medida en que no crezcamos a un ritmo más acelerado y que ese bienestar no llegue a todos. Poco sacamos con enfrentamientos ideológicos, a veces propios de la academia, pero cuya debilidad ya señalara Ortega y Gasset en su visita a Chile en 1928. Necesitamos una idea de país compartida, o al menos mayoritaria, que sirva de marco a la deliberación democrática, que nos permita superar las ensoñaciones ideológicas y el pragmatismo sin horizonte.

Para orientarnos en este laberinto cargado de sorpresas lo primero es mirar la realidad de frente, sin anteojeras, no como la imaginamos o la deseamos, y con un proyecto de un país posible reemprender el viaje, como lo hicimos durante la transición a la democracia, cuando fuimos capaces de hacer converger visiones e intereses diferentes en pos de un bien común, incluso entre quienes estábamos en el gobierno y quienes en la oposición de la época.

Hoy se trata de un nuevo viaje. Pero no menos exigente. Tenemos la experiencia. ¿Falta la voluntad? (El Líbero)

José Antonio Viera Gallo

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