Fue tan aplastante, tan evidente, la derrota de la Nueva Mayoría en las elecciones del domingo, que la pauta “progresista” que quería centrar el análisis en las altas cifras de abstención se vio superada. La discusión política de esta semana confirma que la debacle electoral del gobierno de Michelle Bachelet y su coalición fue la noticia dominante de los comicios municipales.
Lo bueno que tiene esto es que debilita, no sabemos por cuánto tiempo, el ataque contra el voto voluntario que se veía venir a partir de una alta abstención. Cambiar ahora a voto obligatorio sería impresentable, una verdadera venganza de los políticos contra la gente por su legítima decisión de no ir a votar. La moralina pretende instalar una suerte de reproche al que no va a votar, olvidando que ésa es una decisión posible dentro de las opciones que da el derecho a voto.
¿Qué sabemos de la abstención? Poco por ahora. Nuestros primeros cálculos indican que no hay una correlación entre abstención y nivel socioeconómico de las comunas (lo mismo que ocurrió en 2012, por lo demás). Esto contradeciría a los que alegan que el voto voluntario favorece a la derecha. Las únicas correlaciones que hemos encontrado, por ahora, son con ruralidad y tamaño de la comuna. A mayor ruralidad de la comuna, menor abstención. A mayor tamaño de la comuna, mayor abstención. Suena razonable y tendría que ver con la percepción de la gente acerca de la utilidad de su voto, que sería mayor en una comuna donde el contacto directo con el alcalde es más posible.
¿Qué más podemos saber del no votante? Si uno compara las votaciones totales de este año y las de 2012 puede llegar a la conclusión de que un porcentaje muy importante de los que no fueron a votar son ex electores de la Nueva Mayoría. La abstención no parece ser un problema de la centroderecha, sino que se concentra en la centroizquierda. Pero más allá de esta constatación numérica es difícil avanzar. Uno puede hacer hipótesis al respecto, pero no tiene posibilidades de comprobarlas.
Si la mayor abstención se concentra en la Nueva Mayoría, uno debiera tratar de encontrar razones para que precisamente los ex votantes de esa coalición no hayan ido a sufragar. Sería una suerte de voto (o no voto, en rigor) de castigo al gobierno de Bachelet.
¿Por qué un antiguo adherente querría castigar a este gobierno? Bueno, porque no le gustó. ¿Y por qué no le gustó? Porque la gente percibe que hoy está peor que antes y las promesas de terminar con la desigualdad y mejorar la condición de las mayorías no se ha cumplido ni por las tapas. En otras palabras, estamos ante un completo fracaso del programa de gobierno de la Presidenta.
De hecho, la aplastante victoria de la centroderecha en las comunas de clase media de la Región Metropolitana —donde ganó en Puente Alto, La Florida, Maipú, San Miguel, Santiago y Ñuñoa, entre otras, arrebatando varias de ellas a la Nueva Mayoría— estaría avalando esta tesis. El radical programa de Bachelet no habría interpretado a esta auténtica nueva mayoría que es la clase media chilena. Como ha dicho Gonzalo Cordero, esa gente no quiere que le quiten los patines.
El que la Democracia Cristiana sea el partido que más votos perdió parece avalar también nuestra tesis. Los desencantados de Bachelet estarían en el centro político, por algo la DC está ahora con crisis de identidad.
Los descolgados de la Nueva Mayoría, como Revolución Democrática, discuten que los desencantados del gobierno están, por el contrario, a la izquierda de Bachelet y le reprochan que sus reformas no fueron suficientemente radicales. Pero hay un argumento que los desmiente: los grupos más ideologizados, de ambos lados, tienen mucho más propensión a votar. Había, por otra parte, suficiente oferta de candidatos y listas (diecinueve) en esta elección que representaban a todo el espectro ideológico. Más sensato parece suponer que quienes no votaron es gente desideologizada y moderada que se siente engañada por las promesas que el Gobierno no fue capaz de cumplir. (El Líbero)
Luis Larraín