Porque nadie merece ser violada

Porque nadie merece ser violada

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Ayer se cumplió exactamente un año desde que la actriz Alyssa Milano publicara el mítico #MeToo: «Si todas las mujeres que han sido acosadas o asaltadas sexualmente escribieran MeToo como su estatus, dijo, tal vez tendríamos una dimensión del problema». Lo notable fue que su llamado generó una respuesta masiva y planetaria: en 24 horas la frase estaba en más de 39.000 tuits y en 4,7 millones de cuentas de Facebook.

Estos mensajes desentrañaron los sustos y vergüenzas de las víctimas; el susurro se amplificó; colectivamente se les dijo que sí tenían derecho y que lo que habían sufrido no era justo; que además, no era un problema que debieran vivir individualmente. Por su parte, los victimarios fueron perdiendo su impunidad. Y aunque de seguro algún inocente habrá caído en desgracia, hubo un aire fresco de empoderamiento y de visibilización. De pronto todos fuimos parte de la conversación, nos dimos cuenta de que lo que estaba en juego era mucho más que la violencia contra las mujeres o el acoso laboral, y que estábamos frente a una nueva etapa de un profundo proceso de cambio cultural.

MeToo había entrado como el viento entre las rendijas para convertirse en mucho más que un hashtag .

Así, y como parte de dicho proceso, en Arabia Saudita algunas mujeres se empezaron a pasear sin sus hijabs en la vía pública; en la India, miles de mujeres reclamaron por el fin de los abusos sexuales, y para no ser menos, hace dos semanas la Academia le dio el Premio Nobel de la Paz a dos personas que han dedicado sus vidas a la temática de la violencia de género.

Pero como es habitual en los cambios culturales, los procesos no son lineales. Increíblemente, en este contexto apareció un Jair Bolsonaro. Cuesta entender que millones de brasileños, y eventualmente la mayoría de ese país, encuentren razonable elegir como Presidente a alguien que se permite (en el Parlamento, nada menos) decirle a su colega diputada «que no la viola porque no se lo merece», y que agrava su falta reafirmando en una entrevista concedida a pocas horas y supuestamente después de haberlo pensado, que: «Ella no se lo merece porque (…) es muy fea. No es de mi tipo. Jamás la violaría».

Doy por descontado que Bolsonaro no es un violador. También se entiende que existan muchas razones por las cuales los brasileños quieran barrer con sus políticos tradicionales y no es el caso defender a estos, pero lo anterior no excusa que un personaje de tamaña importancia a escala mundial se refiera a la mujer en términos que creíamos en retirada y que aquello no importe.

Cómo quisiéramos que en un plazo breve, y como resultado de un profundo cambio en la manera de entender la relación mujer-hombre, ni en broma ni como anécdota ni como forma de hacer publicidad se acepten expresiones como las transcritas. Porque nunca hay una mujer que se merezca ser violada o a la que valga la pena violar. Porque eso es lo que debimos haber aprendido con el #MeToo. (El Mercurio)

Gloria Claro

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