Política y sentimientos

Política y sentimientos

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El senador Macaya ha sido objeto de diversas críticas —que finalmente condujeron a su renuncia— luego de las declaraciones que vertió a propósito del juicio en el que su padre fue condenado. Además de manifestar que creía en la inocencia de su padre, cuestionó el mérito del proceso, en especial, la evidencia en él presentada.

¿Hizo bien el senador al renunciar o los críticos al solicitarle que lo hiciera?

La respuesta a esa pregunta depende de cómo se evalúe su conducta y, en especial, esas declaraciones en las que defendió a su padre y deslizó críticas a la decisión de la justicia.

Veamos.

Por supuesto no hay nada de malo —muy por el contrario— en el hecho de que un hijo confíe, incluso contra toda evidencia, en su padre. No se puede pedir a un hijo que emplee la racionalidad legal o política a la hora de referirse a la conducta de su padre o a la hora de revisar sus recuerdos o calificar los hechos que en ellos comparezcan.

No hay, pues, nada que reprochar al senador en tanto hijo.

El problema es que Javier Macaya es un senador de la república y sus opiniones no importan por el hecho de ser él hijo o familiar de un condenado, sino que sus opiniones son relevantes porque él es un miembro del Poder Legislativo y presidente, además, de un partido político. Y en esta calidad la ciudadanía esperaba que él en su actuación pública no se dejara guiar por el amor filial y la lealtad a su padre, sino por la ley y los deberes que imponen las instituciones. Esta actitud que un político o un funcionario público debe adoptar posee un profundo sentido moral: por cumplir con su deber de atenerse a la ley y a las instituciones, debe guardar silencio público acerca de sus sentimientos. Cumplir con el deber supone a veces, o casi siempre, abandonar nuestros sentimientos espontáneos o nuestro interés más inmediato. ¿Qué diríamos de un ministro o de un presidente que frente a la condena de un familiar cuestionara públicamente la evidencia que un tribunal tuvo como incontestable? Con toda razón se diría que abandonó su deber, que puesto a escoger entre la ley que la ciudadanía le confió y el amor a la familia, optó por esta última. Pero la virtud del político es al revés: puesto a escoger, opta por la ley y las instituciones, incluso si con ello sacrifica la lealtad a su familia.

Y ese es el problema con las declaraciones que formuló el senador.

Y es lo que justifica su renuncia.

Lo anterior no significa, por supuesto, que el senador haya debido condenar a su padre; solo significa que debió aceptar la decisión judicial sin criticarla, puesto que ese era su deber en tanto autoridad y, al mismo tiempo, debió guardar silencio respecto de sus sentimientos, ya que una persona madura como él ha de saber que los sentimientos solo tienen sentido para los cercanos.

En tanto político, debió dar una lección de respeto a las instituciones.

Y en tanto hijo, debió simplemente callar.

Y es que, en efecto, había una razón para que haya debido guardar silencio público sobre la condena o los actos de su padre. Se trata de la índole de los sentimientos. Hay cosas que no necesitan salir de la esfera de la intimidad para tener valor y, al revés, cuando salen de ella se desquician y pierden su significado. Es lo que ocurre con los sentimientos y los recuerdos. Ellos importan, y está bien que sea así, a quien los siente y a los cercanos, en su caso, a él y a su padre: hacerlos públicos, en cambio, dejarse convencer por el arte de un periodista para expresarlos y ponerlos a disposición del público, los deforma y los desquicia. No tiene ningún sentido hacerlo. Este es el profundo significado que poseen la intimidad o el sentido del pudor o el recato cuando se trata de los propios sentimientos o los acontecimientos biográficos: si salen de la esfera de aquellos a quienes los vivieron y les importan, se desquician y se deforman.

Por eso puede afirmarse que el senador Macaya cometió un error como político; pero, además, como sujeto privado.

Abandonó la lealtad a la ley que reclama su cargo y olvidó el pudor que los sentimientos requieren. (El Mercurio)

Carlos Peña