Política y antipolítica

Política y antipolítica

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Los últimos días nos muestran mucho sobre dos estilos públicos que pugnan por ganar el alma de Chile: el antipolítico y el político.

Una señal del primero está dada por el episodio Micco, el hombre que se atrevió a hablar de los deberes y tuvo que experimentar el matonaje de aquella izquierda que se ha vuelto cada vez más individualista y agresiva. Junto a los habituales linchamientos en redes sociales, estas conductas incluyeron hasta un paro de los funcionarios del Instituto de Derechos Humanos, que contempla, entre sus motivos, el rechazo a las afirmaciones de su director. Interesante: los empleados de una institución se adueñan de ella y deciden qué tesis de filosofía jurídica puede sostener su autoridad acerca de cuestiones como la compleja relación entre derechos y deberes.

En la misma línea, tenemos a quienes han transformado a la pandemia en un arma partidista, desde ciertos alcaldes y parlamentarios hasta el Presidente Alberto Fernández y su fan club chileno. Lo del mandatario argentino es insólito y arriesgado. Uno pensaría que ante situaciones como esta, los países vecinos están llamados a colaborar y no a sacarse los ojos. Además, todo aconsejaría cierta cautela en las declaraciones, no sea que, si su estrategia fracasa, termine por hacer el ridículo.

Dentro de la lógica contraria a la política, están quienes se preocupan de mantener viva la violencia. Esta es, ciertamente, en su versión más radical. Han vuelto al vandalismo, porque temen que la emergencia sanitaria y económica lleven a un cambio en el clima social. Es de locos, pero allí están, avalados por el silencio de algunos que deberían calmarlos.

Todas estas conductas se caracterizan por su sello antipolítico. Unas son más graves que otras, pero tienen en común el desprecio por las formas y la pérdida de la noción de bien común. Ni siquiera dos amenazas tan graves, como la emergencia sanitaria y la crisis económica, son suficientes como para que sus impulsores acepten la lógica de la política, es decir: el valor de la democracia representativa (lo que incluye el respeto a resultados); el papel insustituible de la deliberación para resolver nuestras discrepancias; el apego a la legalidad, o la existencia de bienes que van más allá de nuestros intereses individuales.

Ahora bien, en estos mismos días hemos sido testigos de otra manera de enfrentar nuestras diferencias públicas. Esa forma es la propia de la política. Así, no faltan los opositores que han escuchado las advertencias del expresidente Ricardo Lagos y que entienden que, en una emergencia como esta, resulta suicida cuestionar el principio de autoridad. Carece de sentido que cada uno, alcaldes incluidos, pretenda reemplazar a las instancias competentes para enfrentar la pandemia.

En la misma polémica sobre los dichos de Sergio Micco, hemos visto que no todo es prepotencia. Un buen número de críticos y defensores prefirieron emplear argumentos y renunciaron al bullying y la descalificación. Es decir, permanecieron en el terreno de la política.

Ambos estilos, el antipolítico y el político, no son compatibles. O tenemos una utópica democracia directa asambleísta —donde algunos privilegiados se arrogan la capacidad de interpretar la “voz de la calle”— o estamos dispuestos a ajustarnos a las lentas, limitadas y siempre falibles formas de nuestra democracia. Ellas no son perfectas, pero constituyen un antídoto contra los iluminados y una garantía de la paz social.

La contraposición entre ambos estilos de comportarse en el espacio público tiene consecuencias que pueden ser incómodas, porque exigen tomar decisiones difíciles. En este mismo diario, Jorge Burgos e Ignacio Walker se atrevieron a poner el dedo en la llaga y plantearon el problema a propósito de la Democracia Cristiana. En efecto, si una parte de nuestro espectro partidista ha elegido una lógica que es contraria a la democracia representativa, si sus integrantes no manifiestan un rechazo claro y categórico a la violencia, “en los dichos y los hechos”, ¿qué sentido tiene aliarse con ellos?

Naturalmente, de ahí no se deriva que la DC esté llamada a constituir una alianza permanente con la derecha, ni tampoco que deba seguir la vía del camino propio. Simplemente se trata de que esté atenta a qué sociedades se va a integrar, en qué condiciones, y quiénes serán sus socios.

El planteamiento de estas dos figuras públicas puede resultar valioso para el país, en la medida en que insiste en la primacía de los medios políticos frente al mesianismo de la izquierda refundacional. Pero también abre un camino para su propio partido. Durante el experimento de la Nueva Mayoría, la DC se contentó con el papel de “minoría subordinada” cuando en realidad podría ser una “mayoría dirimente”, capaz de jugar un papel relevante en contextos polarizados como el nuestro.

El ejemplo de Burgos y Walker vale también para el resto de los sectores políticos democráticos. La tensión entre gobierno y oposición es relevante y seguirá existiendo. Ahora bien, mucho más importante para el país es la disyuntiva que se da entre antipolítica y política. Si lo tenemos en cuenta, podremos enfrentar mejor las tormentas que vienen. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro

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