Política: evaluar trayectorias e ideas

Política: evaluar trayectorias e ideas

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Algo ocurre en la actualidad que impide el surgimiento de referentes políticos. Basta con mirar a nuestro alrededor para ver que casi no existen figuras cuya autoridad moral trascienda un núcleo de incondicionales. En cambio, pareciera ser que en el pasado los políticos gozaban de mayor prestigio. Quizás eran percibidos como hombres y mujeres que luchaban, desde sus ideas, por un mejor futuro para todos.

Los políticos de hoy, por el contrario, parecen ser esclavos de lo inmediato. Se ven guiados por la precaria y pasajera existencia de lo cotidiano. Confundidos por las modas y lo políticamente correcto, se autoperciben como fungibles productos que serán evaluados –con criterios publicitarios y superficiales–, por sus inminentes aciertos o faltas. Por ello, desde el mismo día en que triunfan en una elección, se desvelan pensando que cualquier nimiedad podría costarles la siguiente. Trabajan como pocos en largas jornadas que incluyen fines de semanas y festivos. Asisten a innumerables actividades. Reciben incontables solicitudes y deben inconfesables favores. Todo se juega en cada simple noticia y hay que sacar provecho de todo. Cada uno está solo en el ruedo: cualquier persona o cosa es una oportunidad o una amenaza.

Como consecuencia, bajo este vertiginoso e individualista ejemplo, y al son de la música que pone alguna prensa y las redes sociales, respiramos una atmósfera pública agobiantemente hipócrita y puritana.

Hipócrita, porque mientras el comportamiento propio se rige por flexibles estándares, se exigen los más altos al resto; puritana, porque, a la vez, se vive pendiente de destacar y criticar la falta del otro. Sobran fiscalizadores furibundos, dispuestos a rasgar vestiduras ante el menor tropiezo ajeno. Cada caída, por más grave que sea, es motivo de alegría porque permite desplegar la agenda propia. Cierto alcalde incurrió en una frase machista: destapemos las champañas, hay razones para escribir una airada columna o teclear un colérico tuit y ser la estrella fugaz de un efímero momento. Aquel diputado –aliado o adversario– fue sorprendido en flagrante incoherencia: quemémoslo en la plaza pública, su distrito me interesa; mi valiente diatriba puede salir en la portada de un vespertino.

Reina la hipérbole: un solo acto puede convertir a cualquiera en un capitalista explotador, un machista repugnante, un concertacionista vendido, un izquierdista vendepatria, un neoliberal o ladrón sin remedio. Ya no quedan insultos, palabras reservadas para la excepción: todos forman de la prosaica y mezquina jerga cotidiana. Paradójicamente, de tanto llamar fascista a cualquiera, estamos creando las condiciones para que germinen sus verdaderos representantes, solo que ya no sabremos distinguirlos. Los únicos beneficiados de este estado de cosas, como demuestran los hechos en diferentes partes del mundo, son estos; aquellos que presentan sus inconsistencias, verborrea, irracionalidad y desmesura como parte de su encanto.

En este contexto, no hay figura pública de categoría que pueda sobrevivir, menos una política. Si ellas son evaluadas solo bajo la implacable vara del indignado, todas podrían ser despreciables. Todas, hasta las más heroicas, tienen defectos y contradicciones. Bajo el clima que impera hoy, habría que derribar las estatuas, renombrar las calles con animales, enseñar a los niños la historia a la luz de una supuesta vida secreta (miserias íntimas basadas en chismes) de nuestros padres fundadores y reemplazar los vetustos rostros de algunos sobresalientes compatriotas por figuras geométricas en nuestras monedas.

Pero los seres humanos necesitamos personas a las que admirar, y la política necesita seres admirables, figuras modélicas e inspiradoras. No perfectos ángeles impolutos de mi propia religión exclusiva y excluyente, sino seres humanos con defectos, que se equivocan una y otra vez, pero cuyas vidas vistas en su totalidad son narraciones que merecen respeto.

Así, bien, para tener buenos políticos hay que dejarlos existir. Eso significa, al menos en parte, evaluarlos por su trayectoria, por su permanente actitud, por sus logros más perdurables y por la consistencia de sus ideas, más que por sus ocasionales –incluso grandes– errores o aciertos. Pero esto es un cambio cultural que requiere de un enorme esfuerzo.

La primera que podría contribuir en esta dirección es la misma clase política, al menos por supervivencia; luego, una prensa más responsable y culta; en fin, cada ciudadano haciendo un uso digno de la redes sociales y desconfiando de aquellos que –por más renovadores que se proclamen– encuentran miserables a todos y a todo, excepto a sí mismos. Esto ayudaría a generar espacio para una actividad política de mayor altura que, con seguridad, será más fecunda, reconocida y valorada que la actual, junto con evitar el ascenso –ahora sí que sí– de sujetos realmente peligrosos para la libertad y la democracia. (El Mostrador)

Alexander Kliwadenko y Augusto Wiegand

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