Perros y gatos

Perros y gatos

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«No porque a un gato le pongo nombre de perro, comienza a ser perro», sentenció el Cardenal. De inmediato pensé en Irineo Funes, ese campesino que inventa Borges en su cuento «Funes el memorioso». Hijo de una planchadora de Fray Bentos, Irineo es de cara «taciturna y aindiada y singularmente remota»; y tiene «la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora».

Un día, hacia 1887, a los escasos diecinueve años, Irineo es volteado por un caballo. Queda fatalmente tullido. Pero con la caída le sobreviene algo insólito. Adquiere una memoria prodigiosa que no le permite olvidarse nunca de nada, y, junto con ella, una minuciosa capacidad perceptiva: al contemplar el mundo, no hay detalle que no vea y que después no recuerde. Es así que Funes «sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez».

Movido por su fatal detallismo, Funes postula, «como Locke …un idioma imposible en que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio. «Pero en vez de reprobarlo, como Locke, por absurdamente detallista e impráctico, Funes lo desecha «por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo».

Como es de suponer, a Irineo le cuesta tomar en serio las categorías a las que recurrimos para ordenar el mundo. Son para él torpes simplificaciones. Lo mismo que nos pasa al percibir un triángulo «le pasaba a Irineo con las aborrascadas crines de un potro, con la punta de ganado en una cuchilla», o con las «muchas caras de un muerto en un largo velorio». Cada uno de estos detallados conjuntos para él merecía, como para nosotros el triángulo, ser reconocido como categoría propia. Cada una de las incontables caras del muerto exigía para él tener un nombre único.

A Irineo le producía una especial rebeldía la palabra «perro». A diferencia del Cardenal, «no solo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).» El tema para Irineo no era entonces -como para el Cardenal- uno de perros y gatos, sino de las incontables variaciones que estas reductivas apelaciones comprenden.

De lo anterior cabe suponer que Funes iría mucho más lejos que la ley de identidad de género actualmente en discusión en nuestro país. Le parecería abominable, creo yo, tener que registrarse como simple hombre o mujer, porque consideraría que esa distinción binaria implica una inaceptable simplificación. Simpatizaría, pienso, con la idea contemporánea de que el género es más bien un amplio espectro. Entendería que se hable ahora de la comunidad LGBTQIAP+. Sobre todo aprobaría el signo + porque sugiere que puede haber muchos más géneros que los pocos designados por las letras que lo preceden. Me dicen que actualmente el Facebook británico le permite al usuario escoger entre 71 opciones de género cuando configura su perfil. Esa cantidad, de difícil manejo para un Registro Civil, para Funes sería irrisoria.

A menos, claro, que en este joven rural irrumpiera de repente algún primitivo macho interior que, en materia de género, disolviera los detalles y lo volviera «realista» como el Cardenal. El poeta uruguayo Pedro Leandro Ipuche decía de Funes que era «un precursor de los superhombres; un Zarathustra cimarrón y vernáculo». Acota el narrador que «no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones». (El Mercurio)

David Gallagher

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