Paula Narváez

Paula Narváez

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Esta semana, Paula Narváez anunció su voluntad de competir en la carrera presidencial. Lo hizo a través de un video. De fondo una bahía y en primer plano, con una cámara sostenida por ella misma, aparece Narváez con una mascarilla que se quita para hablar, luego se la pone y se despide.

Si las características formales del video son las que poseerá su desempeño público —ninguna estridencia, una producción sin adornos, limpidez de la imagen, un lenguaje apelativo, sin ansiedad—, entonces la centroizquierda habrá resuelto el problema de la candidatura.

Pasaron los tiempos —lo comprobarán Muñoz, Maldonado, Tarud, Insulza, como ya lo hizo Elizalde— en que las candidaturas eran la culminación de una carrera partidaria, una especie de escalón burocrático que se lograba pisar después de varios años de desempeño, luchas ideológicas, astucia, presencia pública y voluntad de fierro. Hoy las candidaturas no son necesariamente el precipitado de una trayectoria, sino que suelen ser el fruto de un evento más o menos sorpresivo que revela un carisma especial, una conexión inédita con la ciudadanía, un talento escénico. Fue el caso de Bachelet. Ella irrumpió en una escena que ni el mejor publicista habría imaginado: montada arriba de un tanque. Esa escena resolvió de una plumada un problema implícito en la transición, la relación cívico-militar. Disipó de una vez uno de los temores mudos y más persistentes de la época.

¿Qué muestra la escena de Narváez y el mensaje previo de Bachelet que la apoya?

El sentido de esa escena es obvio. Mientras en la centroizquierda pululaban los candidatos más o menos burocráticos (es decir, personas cuyo mérito indudable es la carrera más que el talento, la rutina más que la sorpresa), la aparición de Narváez apoyada por Bachelet mostró la contradicción obvia que existía en un partido que proclama la igualdad de género, pero donde abundaban los candidatos, las canas y los bigotes. Parece banal, pero no lo es. La igualdad de género es una cuestión que ha permeado la cultura en todos los sectores —la división sexual del trabajo es la forma más transversal que reviste la desigualdad, es el común denominador de las clases— y por eso no es Paula Narváez el acontecimiento notable; es ella gracias, paradójicamente, a ellos: son Muñoz, Maldonado, Tarud, Insulza, Elizalde quienes con su presencia unánime dibujaron la escena que, como antes el tanque, permitió ahora que Paula Narváez refulgiera sin necesidad de estridencia alguna.

Parece evidente así que la centroizquierda ha resuelto el problema de la candidatura, y lo ha hecho además, gracias a esa escena, satisfaciendo una de las demandas culturales de la época.

¿Significa eso que ya no restan problemas?

Por supuesto que no. Está la candidatura, pero faltan las ideas.

En sus primeras declaraciones, Paula Narváez dijo que su agenda era la misma del 18 de octubre:

La pandemia les dio la razón a todas las demandas del estallido social, porque quedó desnudo, porque, finalmente, la crisis de las instituciones es una crisis de desprotección de las personas. La crisis de las instituciones es porque cuando las instituciones desprotegen, la gente deja de confiar.

Esas declaraciones muestran un problema en el que la política entera —y no solo Paula Narváez— está proclive a incurrir: creer que el 18 de octubre fue un movimiento reivindicativo, un movimiento de masas que empuñó un pliego de demandas homogéneas que, de manera sorprendente, coincide con las propias ideas; sugerir que el 18 de octubre fue un evento plebiscitario acerca de los problemas del Chile contemporáneo donde, desde luego, habría resultado ganadora la opción que ella sostiene; y, en fin, creer que el problema de las instituciones es una relación de intercambio entre protección y obediencia, una relación de mercado solo que con proveedor único y donde en vez de dinero hay confianza.

Como primera declaración, demasiado; como ideas, poco.

Paula Narváez debe eludir lo que pudiera llamarse el bacheletismo, una sensibilidad consistente en atribuir al gobierno de la Presidenta Bachelet y a los proyectos que impulsó y los discursos que pronunció un carácter casi profético de todo lo que vendría; eludir el contrafáctico consistente en afirmar que si ella hubiera llevado a cabo la totalidad de su programa, nada de lo que siguió habría ocurrido. Porque si hace eso su propio proyecto será tácitamente una continuación de algo que, en su momento —no hay que olvidarlo—, la ciudadanía decidió que no continuara. El bacheletismo arriesga el peligro, que Narváez debe espantar, de sustituir la reflexión por el recuerdo, las ideas por la nostalgia.

Hay dos maneras, habría que sugerirle a Paula Narváez, de mantener el efecto de un acontecimiento. Una de ellas es el silencio inicial (hacer el muerto, diría un psicoanalista). El otro es elaborar una narrativa a la altura.

Es de esperar que opte por lo segundo en vez de repetir el guion. (El Mercurio)

Carlos Peña

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