Historia y memoria

Historia y memoria

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Historia y memoria no tienen por qué andarse a las patadas, pero en Chile -apestado de intolerancia- hay quienes lo prefieren de este modo. Las diferencias entre una y otra son claras. La memoria es fácil (hasta involuntaria), tosca y primaria; a los psiquiatras les sirve para diagnosticar patologías. Se la puede perder irremediablemente, también inducir y manipular, lo que la hace poco confiable como medio de explicación. Suele ser parcial o feble (se olvida más que lo que se recuerda). A menudo persiste traumada, cuando no autoconmiserativa u obcecada. De ahí que se insista en ella con porfía. En el mejor de los casos, ritualmente, que es como se sublima y liman sus asperezas más burdas (el cristianismo lleva miles de años en esto con resultados mixtos). A menudo quienes la magnifican se refocilan en ella. Permite estancarse en el pasado. Se le “revive”, lo hacen prolongar más de la cuenta, y al no tratarlo por lo que de verdad es -algo muerto o lejano a la par con lo vivo y próximo- lo convierten en pesadilla recurrente. Fobias y llamados a linchar “apaciguan” la memoria desatada.

La historia competente, habiendo historiadores aptos (especie escasa), puede, en cambio, preservar la memoria y corregir simplificaciones maniqueas tendenciosas. La pone en cuestión y somete a análisis. ¿Contextualiza, relativiza y complejiza su testimonio? En lo posible, no creyéndose lo que se cuenta. Desacraliza, incluso a riesgo de que se tache al historiador de sacrílego. Proporciona perspectivas, recoge otros testimonios, no se contenta con quejas plañideras; y, si es competente, debiera desconfiar de cualquier intento de imponer versiones oficiales o ideológicas de gobiernos o bandos comprometidos. En fin, proporciona a la memoria grados de racionalidad imprescindible, sin la cual se nos expone a sensiblerías beatas, banales o meras rabias que apelan a claques.

Esto último, clave. En el Chile contemporáneo, crímenes de lesa humanidad no serán responsabilidad de todas las fuerzas políticas, pero sí lo es la odiosidad y haber querido eliminar al otro, mal al que han contribuido todos. Por tanto, no se entiende por qué al Museo de la Memoria, institución privada que causa evidentes problemas de convivencia nacional, lo debiéramos seguir financiando con cuantiosos fondos públicos, más que a museos nacionales. Sus directores sostienen que este no es un museo histórico, aunque se hacen alcances históricos sesgados. Tratándose de una capilla ardiente, animita o altar de la memoria de deudos que no toleran crítica alguna, no es descartable que estemos además subsidiando el sectarismo. Por supuesto, el gobierno actual lo sabe, pero claudica.

La Tercera

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