Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la comunidad de Madrid, acaba de hacer unas polémicas declaraciones en Estados Unidos, en las que criticó al Papa Francisco, al indigenismo, al que definió como “neocomunismo”, y reivindicó el aporte del catolicismo y de España en América Latina. Fanatismo dogmático es lo menos que le dijeron. Sin embargo, sus palabras se hacen cargo del que hoy es uno de los mayores problemas culturales de Occidente: la actitud acomplejada y culposa a la que lo ha llevado la llamada política identitaria.
Así, paradojalmente, las minorías que han encontrado en la civilización heredera del mundo greco latino la única posibilidad de reconocimiento y reivindicación que han conocido, culpan a esa misma civilización de sus sufrimientos históricos. Son el estado democrático de derecho, el capitalismo y el cristianismo, las instituciones que han dado forma a sociedades en que se ha alcanzado la igualdad de la mujer, el respeto a las minorías sexuales y la integración de culturas diversas, como las prehispánicas de América.
Nuestra discusión constitucional ha sido escenario de esta aproximación tan culposa como equivocada. Traicionando el principio democrático de la igualdad del voto, generamos los cupos reservados que, alterando la representación natural, han convertido la Convención en una especie de campo de negociación entre el Estado de Chile y estos pueblos originarios que, en actitud de contraparte acreedora, exigen la ampliación del estatuto de privilegios al que nos abrimos mediante esos escaños.
Esta semana tuvimos la mayor evidencia cuando los constituyentes de estos pueblos, incluyendo a la señora Loncón, presentaron una indicación que sustituye en su integridad la propuesta de reglamento de participación indígena, con la firma de ochenta convencionistas; es decir, aprobada de antemano, volviendo inútil el debate, el trabajo precedente de la comisión respectiva y las indicaciones de los otros miembros de la Convención. De paso, dejó en claro lo inútil y fuera de todo sentido de la realidad política, que fue la carta que un grupo de constituyentes de Chile Vamos envió a los de los pueblos originarios, los mismos que ahora no solo los ignoraron para hacer este reglamento, sino que les requirieron su apoyo gratuito en el debate.
La democracia le debe a los pueblos originarios lo mismo que nos debe a todos: la igualdad ante la ley, el respeto a sus derechos fundamentales y el reconocimiento de su condición de chilenos que pueden elegir y ser elegidos para todos los cargos de nuestra República. Que en el pasado no se hayan respetado estos derechos nos debiera redoblar en nuestra voluntad de cumplirlos ahora; pero, en ningún caso, a retribuirlos compensando discriminaciones pasadas con un estatuto de privilegios presentes, porque el valor de nuestra civilización está precisamente en que no los haya para nadie. (La Tercera)
Gonzalo Cordero