Parias urbanos

Parias urbanos

Compartir

Es propio de los seres humanos dar importancia a las formas y a lo que ellas expresan. Por eso las personas calman su agobio o su angustia ordenando su casa o su escritorio o limpiando. Y el neurótico apaga el temor siguiendo un guion. De ahí también que todas las culturas distribuyan el espacio en base a un cierto ideal geométrico.

Es como si los seres humanos buscaran el orden del que íntimamente carecen ordenando su entorno.

Pero en la ciudad de Santiago —en la ciudad, no solo la comuna— ese rasgo de la cultura parece estar en retirada, a juzgar por la actitud de las autoridades frente al envilecimiento del espacio.

Quien transite por la Alameda o cerca de la Plaza Italia, o camine en el viejo centro histórico, podrá comprobarlo.

Las chozas y las carpas y las casuchas lo están inundando casi todo. En el bandejón de la Alameda, frente a la Universidad, al lado de La Moneda, a metros de los trabajos que procuran embellecer la plaza donde estaba Baquedano (como anticipando la inutilidad de ese esfuerzo) hay un verdadero campamento a vista y paciencia de todos.

Por supuesto, detrás de las chozas y las carpas hay un drama. Nadie vive así por decisión propia y sería estúpido, cuando no cruel, insinuar que esa forma de vida, sin privacidad y sin espacio siquiera para el pudor, es una vida elegida y que, siendo así, cada uno debe llevar consigo la suerte de lo que ha preferido. No, no cabe duda, es un drama. Pero desgraciadamente se tiene la impresión de que al tolerar esas carpas, que obligan a las personas que las habitan a hacer en público lo que los demás hacen en privado y con pudor, se está eludiendo resolver ese drama y el problema que le subyace o siquiera aminorarlo. Es como si se creyera que tolerar la ocupación de los espacios públicos y los rincones con carpas o tiendas, y con personas cubriendo su intimidad apenas con cartones, equivaliera a una actitud de justicia o de piedad o de conmiseración.

Cuando es todo lo contrario.

Tolerar eso es compensar con una falsa conmiseración la propia incapacidad o la poca disposición a resolver o atender, siquiera mínimamente, el drama subyacente. Cuando una autoridad (alcalde, intendente, gobernador o lo que fuera) tolera todo eso, está adoptando la peor de las actitudes: encubriendo con un manto de falsa conmiseración su propia impotencia o incapacidad. Es como si alguien reprochara a un alcalde no resolver ese problema y él, como toda respuesta, dijera “es que usted no comprende la necesidad que esas personas padecen, la pobreza que experimentan y por eso quiere ocultarlas. Yo, en cambio, soy comprensivo con ese espectáculo y lo acepto porque sé el drama que esconde”. Pero por ese camino llegamos al peor resultado de todos: el drama persiste y las mínimas formas, gracias a esa falsa conmiseración, se abandonan y lo que se llama ciudad, es decir, la delimitación de lo público y lo privado, el orden del tráfico, las reglas de interacción y de convivencia, deja poco a poco de existir. Y así, al drama irresuelto o ni siquiera morigerado se suman la fealdad y la basura.

¿No será hora de pedir cuentas a las autoridades y resolver, o comenzar a resolver, ese problema que se manifiesta en carpas o chozas emplazadas a metros de La Moneda, frente a la Universidad, a pasos de la Plaza Italia? Por supuesto, no es fácil imaginar una solución a ese problema que supone adoptar decisiones y demanda recursos; pero ¿es razonable aceptar que las autoridades hagan como que el problema no existe o disfracen su incapacidad de resolverlo con un falso manto de conmiseración? ¿No hay acaso forma de mejorar la situación de esas personas, favoreciendo su traslado a lugares donde las condiciones sean mejores, de manera que eso les ayude a incorporarse a la ciudad y a abandonar esa situación que amenaza convertirlos en verdaderos parias?

Los cientos, si no miles, de chozas o frágiles carpas o apenas cajas de cartón en las que mucha gente hoy día habita (y mientras esto se configuraba se discutía con entusiasmo la gratuidad en la educación superior) constituyen una nueva forma de marginalidad de la que es necesario ocuparse. Y ello, para resolver la situación dramática que esas personas, incluidos niños, experimentan; pero también para comenzar a recuperar las formas.

Y es que cuando el entorno se desordena y ese desorden se admite, los modales y la contención del comportamiento también se abandonan. Después de todo, los lugares públicos —que este fenómeno está deteriorando— son la estructura que hace creíble que las instituciones existen. Si esa estructura de plausibilidad falla, entonces las instituciones no son creíbles. Las plazas, después de todo, son las que hacen verosímil un mundo en común, y su limpieza nos convence de que además ese mundo nos importa. Pero donde se asiste al deterioro de los espacios públicos no solo se deja irresuelto, y sin siquiera morigerar, el drama de esa nueva marginalidad, sino que la ilusión de un espacio y de una suerte compartida también comienza a desvanecerse. (El Mercurio)

Carlos Peña