Pablo Neruda y el Premio Nobel de Literatura- Alejandro San Francisco

Pablo Neruda y el Premio Nobel de Literatura- Alejandro San Francisco

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El 12 de julio de 1904 nació Neftalí Reyes Basoalto, quien sería conocido mundialmente como Pablo Neruda. El poeta chileno –inagotable, polifacético, muchas veces omnipresente– fue una de las grandes figuras culturales del siglo XX, no solo en las letras hispanas, sino que tuvo una proyección más amplia, que se extendió a los más diversos rincones del mundo. Fue un hombre admirado, que gustaba cultivar su círculo de seguidores, pero también tuvo detractores, que rechazaban su forma de vida, sus actuaciones políticas y su obsecuencia comunista. Los socialismos reales agradecían contar con un aliado leal y hábil en la difusión de las ideas, pero en otras partes miraban con recelo e incluso desprecio sus versos sobre el “camarada Stalin” u otras manifestaciones de amor a las dictaduras de Europa del Este o al régimen de Castro en Cuba.

Sin embargo, lo que distingue a Pablo Neruda no es su militancia política, si bien nunca abdicó de ella, ni tampoco que esas luchas se hayan incorporado a su poesía, como registró en “Explico algunas cosas”, obra de sus años de España en tiempos de la guerra civil. La marca registrada fue haber sido, efectivamente, uno de los grandes poetas de habla hispana de todos los tiempos, y haber llegado a la cumbre que significó recibir el Premio Nobel de Literatura en 1971. Sin duda, era un reconocimiento esperado, que anhelaba desde la década anterior, por el cual se había jugado él mismo y algunas autoridades chilenas. Por otra parte, sabemos por algunos estudios que la CIA y algunos personajes trabajaban precisamente para que no obtuviera esta distinción, por ser un “poeta estaliniano”. Así lo ha narrado Frances Stonor Saunders en La CIA y la Guerra Fría Cultural (Debate, 2013).

Pese a ello, la noticia llegó en octubre de 1971. Para entonces Neruda se encontraba en París, sirviendo como embajador de Chile en Francia. Había sido designado por el gobierno del Presidente Salvador Allende, no tanto por sus dotes diplomáticas –aunque las tenía–, sino por su personalidad y la influencia que podía ejercer en una época difícil y polarizada. Los años franceses fueron el último viaje nerudiano, muy bien registrado por Jorge Edwards en Adiós, poeta… (Barcelona, Tusquets, 1990), excelente libro de historia, política y literatura.

Curiosamente, en un Chile profundamente dividido por la experiencia socialista de la Unidad Popular, el Premio Nobel de Pablo Neruda concitó una extraña última posibilidad de consenso y alegría común. El Senado y la Cámara de Diputados, escenarios de agrios debates parlamentarios, acusaciones recíprocas y amenazas, rindió sendos homenajes al poeta chileno. Es verdad que hubo algunos matices: los políticos de izquierda destacaban con fuerza al militante de la causa obrera, compañero de luchas sociales y autor de poesía comprometida con su pueblo, mientras los líderes de la oposición se concentraban exclusivamente en la actividad literaria de Neruda, y dentro de ella en su poesía de amor que lo hiciera universalmente famoso. En lo demás, un acuerdo: Neruda distinguía a Chile y a sus letras, como un cuarto de siglo atrás lo hiciera la gran Gabriela Mistral al recibir también la máxima distinción de la literatura.

En realidad, no es fácil hacer la distinción entre la poesía amorosa de Neruda y el resto de su obra. Hay elementos valiosos en las distintas etapas y hay poemas prescindibles también. Por lo demás, algunos de sus libros más reconocidos tienen la particularidad de ser mixtos en sus temas, como muestra “Los versos del capitán” –plagado de declaraciones de amor juvenil a pesar de ser una obra de la década de 1950–, que se entremezclan con otros versos de clara connotación política y definición militante. El poema final de la obra, “La carta en el camino”, es un monumento a esa doble dimensión nerudiana, cuando anuncia con decisión “Adorada, me voy a mis combates”.

En Estocolmo, al recibir el Premio Nobel, Neruda optó por una fórmula autobiográfica y ciertamente comprometida, como parte de la historia que vivía Chile y América Latina en aquellos años, con muchos que seguían sus posiciones y luchas y otros tantos que las rechazaban y combatían el comunismo. El final del discurso es una especie de testamento nerudiano que vale la pena releer, para comprender mejor la definición que el propio poeta tenía sobre su vida y su obra: “Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía. Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades). Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera. En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabadores, a los poetas que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia, dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano”.

En el nuevo cumpleaños de Neruda, con sus grandezas y miserias, vale la pena recordar al Premio Nobel chileno de 1971.

 

El Líbero

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