Oír a Chile de nuevo-Cristián Warnken

Oír a Chile de nuevo-Cristián Warnken

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La audición es el último sentido que se pierde antes de morir; oír el mundo que nos rodea sea tal vez la forma más esencial de verlo.

El oído es un órgano muy sensible y por eso el ruido puede convertirse en una agresión tan insoportable y torturante. Hoy se dice que a la clase dirigente le falta «visión», que es urgente «pensar» Chile. Creo que antes que eso, hay que callarse y oír a Chile, «parar la oreja»-como dicen en el campo-. ¿Pero qué hay que escuchar de Chile?

Para quienes creen que este país es solo una cuenta corriente, bastará con escuchar los balances y las encuestas. Para quienes creemos que Chile es un Canto, habrá que volver a oír ese «canto de todos que es mi propio canto», como decía Violeta Parra.

Lo primero que oigo de Chile -cuando cierro los ojos- es el sonido de unas manzanas cayendo de un árbol en un huerto, o el trote lento de un jinete y su caballo por un camino perdido en medio de la nada, o el de un bote embestido por olas coléricas en algún golfo del extremo sur. El Canto profundo de Chile cuenta el diálogo entre la naturaleza y el hombre, desde nuestro origen. Hemos aprendido a conversar con los volcanes, a llorar con la lluvia, a florecer con el desierto. A veces la canción la canta el viento, a veces un niño, a veces una mujer de pueblo que ríe y también llora. Es cosa de prestar atención y ponerse a escuchar esas voces que se mezclan con la música alborotada de los pájaros que siempre acompañan al habitante en estas latitudes.

¿Cómo no escuchar al zorzal, al chucao y la bandurria, alados hermanos nuestros? En las grandes ciudades y especialmente en Santiago, el centro descentrado, es difícil escuchar algo. En medio del tráfago infernal, cuesta darnos cuenta de que vivimos no en un país, sino en un Canto. Además, perdimos ciertos sonidos ancestrales de la ciudad, como la voz del afilador de cuchillos o la del vendedor de «moteméi», los sonidos de los oficios. Pero todavía es posible escuchar el alborozo entusiasta de una pichanga en cancha de tierra en alguna población o el canto de los evangélicos en alguna esquina.

Quien ya no escuche estos sonidos primordiales debe acercarse al mar. ¡El mar de Chile! Ese mar ha absorbido todos los cantos y los clamores y nos los devuelve convertidos en sinfonía tempestuosa. Si estás en el sur, cierra los ojos y verás que la niebla tiene sonido. Si estás en el norte, escucha la música callada del desierto. Si vives en el centro, escucha el silencio solemne de la cordillera de los Andes. Pero detente, estés donde estés, y escucha con atención la canción de la tierra y de sus habitantes.

Lo que oímos todos los días en los medios de comunicación y en las redes sociales es el ruido y la furia, pocas veces la canción. Estamos saturados del sonsonete de las declaraciones vacuas, del griterío lleno de rabia de los odiosos, de los discursos altisonantes del poder, de las mentiras dichas con tono de verdad. Toda esa bulla nos ha vuelto más sordos «que una tapia». Por eso nos extraviamos: como no oímos, no podemos ver. Pero si estamos «al aguaite», las voces dulces de los habitantes de los lejanos pueblos, reserva de sabiduría y canto, nos van a guiar en la buena dirección. Y también habrá que reaprender a escucharnos los unos a los otros.

Un país que no escucha el latido de su corazón pierde su ritmo. Y no hay Historia sin ritmo -dice Octavio Paz-. Por eso, esta no es la hora del pragmatismo frío y sin alma, para el cual nada es canto y todo es cálculo; pero tampoco de cierto iluminismo utopista trasnochado que no pone los pies sobre la propia tierra y grita más de lo que escucha.

Es la hora de la escucha y el hallazgo. Ya lo dijo Gabriela Mistral en el «Poema de Chile», su gran testamento escrito en su autoexilio, antes de morir: «La linda tierra de Chile/es mejor que sus engendros/mayor que sus cantadores/ sus alcaldes y prefectos./Ella es heroica, dulce y varia/como la canción de Homero/aquí está recién nacida/y ya cuenta mil senderos».

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