¡Ni una mano amiga!

¡Ni una mano amiga!

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Una epidemia peor que la pandemia recién vivida asuela a varios países desarrollados, con síntomas silenciosos y no evidentes, y avanza año a año, dejando a su paso letales secuelas. Es la “epidemia de la soledad”, así la titula el diario francés “Le Monde” en su edición de anteayer. Un 71% de los jóvenes franceses dicen sentirse solos: la cifra es terrible, escalofriante. En una sociedad cada vez más atomizada, la soledad es el mal de los males entre los más jóvenes. Estos dejan sus círculos familiares para ir a las universidades, pero allí no logran tener contactos significativos, se sienten aún más solos. El riesgo de pensamientos suicidas se ha multiplicado por cuatro entre esos jóvenes que se sienten solos, es decir, en la mayoría. ¿La solución es solo médica? El psiquiatra Charles Edouard Notredame afirma que esa respuesta es una manera simplista de “sanitarizar un problema que es sobre todo social y político, el problema es nuestro modelo de sociedad”.

Lo que se está incubando es un malestar que a la larga puede ser devastador para nuestras sociedades: el del sentimiento de no pertenencia. Una sociedad, para existir, necesita y depende de la integración social de sus miembros, ¡sobre todo de sus jóvenes! Si estos no se sienten parte, esa sociedad o ese país es inviable. Cómo no recordar el famoso poema-oración del poeta inglés del siglo XVII John Donne: “Ningún hombre es una isla completa en sí mismo./ Cada hombre es un pedazo del continente./ Si el mar se lleva una porción de tierra,/ toda Europa quedaría disminuida (…)/ La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad./ Por eso, no preguntes por quién doblan las campanas,/ las campanas doblan por ti”. El problema es que ya casi no hay campanas, no hay templos, no hay creencias comunes y compartidas, se multiplican las islas a la deriva en un mar de soledad, incomunicación, desolación. Y, paradójicamente, esto está sucediendo en un mundo hiperconectado e hipercomunicado digitalmente. Como dice certeramente el filósofo Byung-Chul Han: mucha comunicación, pero poca comunidad.

¿Es este solo un fenómeno francés, europeo? Me temo que este tipo de epidemias se estén propagando por todo el mundo, la globalización de la soledad ya está en marcha. Si nuestros modelos exitosos son los países desarrollados y si simplemente copiamos esos modelos de desarrollo “exitosos”, sin preocuparnos de los lazos comunitarios, de los afectos (que en el mundo latino suelen ser más estrechos y vitales), nos acoplaremos a una modernidad herida de muerte por dentro, por la soledad. La soledad es la herida abierta de nuestro tiempo. “¡Y ni una sola mano amiga!”, exclamaba el joven poeta Rimbaud en “Una estación en el infierno”. ¡Cuántos —mientras escribo estas líneas— estarán anhelando una mano amiga que venga en su auxilio en ciudades vacías de afecto!

“El infierno es el no poder amar”, dice el padre Zózima, personaje de “Los Hermanos Karamasov” de Fédor Dostoyevski. Yo agregaría que el infierno es también no ser amado, no ser visto por otros. ¿No tiene que ver el explosivo consumo de drogas en el mundo desarrollado con esto? ¿Qué alternativa les queda a los jóvenes desolados, aparte del remedio que les pueda suministrar su psiquiatra para la depresión y la droga que algún proveedor muy diligente está dispuesto a suministrarles en fiestas donde la mayoría baila sola? No sigamos hablando de que estamos ante una pandemia mental: esa es una definición reductiva de una crisis mucho más profunda. Estamos viviendo en una civilización artificial, de enjambres de usuarios que no logran formar verdaderas comunidades, en que la comunicación por “touch” ha reemplazado a la caricia física, real, de una “mano amiga”. Nos alerta el cambio climático, pero poco decimos y actuamos ante la desertificación humana. Huracán silencioso pero tan devastador como el que está asolando en estos días las costas de Florida. (El Mercurio)

Cristián Warnken