Malo

Malo

Compartir

Aún imbuido de esa suerte de inocencia que resulta de haber pasado las vacaciones zambullido en una pequeña localidad del sur, en mi columna anterior daba cuenta de algo que me viene conmoviendo desde hace más de veinte años: cómo Chile, su belleza natural, su patrimonio cultural y su infraestructura pública se hacen cada vez más accesibles a los chilenos: cómo ha venido retrocediendo la más injusta de las discriminaciones, la que brota de la desigual apropiación de algo que es de todos, aquello por lo que han luchado nuestros antepasados y por lo que cada uno de nosotros entrega diariamente algo de sí, esto que llamamos la patria. Esto, decía, es ciertamente fastidioso para los que teníamos el privilegio de disponer de Chile como si fuera un coto exclusivo, y que ahora lo debemos compartir; pero descontado esto -lo que brota cada vez que el avance de la democracia hecha abajo una prebenda-, estamos ante un logro extraordinario, que alimenta, amplía y materializa el amor por Chile.

Por decir lo anterior fui crucificado en las redes sociales. Nadie con quien me topara en los días posteriores dejó de hablarme del tema, en general para decirme que habían observado lo mismo, pero que quizás lo había expuesto de un modo «inadecuado». Esto me hizo reflexionar sobre lo que, al momento de escribirlo, me pareció perfectamente banal, y comprender de paso algunas cosas que me gustaría compartir.

Dejemos de lado a esos críticos que padecen «rabia-país» -para usar un término que pertenece a Matías Rivas-. Me refiero a los compatriotas para quienes todo es nauseabundo, todo se ha hecho y se hace mal, para quienes Chile camina irrefrenablemente hacia el desastre. Comprendo que para ellos bastara el título de mi columna, «Bueno», y su elogio al amor y orgullo por el país que tenemos, para desatar sus demonios. Ante ellos es poco lo que puedo hacer, salvo no espantarlos de nuevo con un título.

Bajo otra firma y en un medio distinto a este, pienso, mi descripción de quienes llenaban este verano las estaciones de servicio en la carretera al sur habría pasado como una modesta observación etnográfica, y no tomado como un escándalo. Los psicólogos lo llaman «sesgo cognitivo», esos verdaderos «atajos mentales» que utilizamos para, empleando el mínimo de energía reflexiva, simplificar, descartar información, hacer inferencias y emitir juicios que, generalmente, confirman nuestras creencias. La reacción ante mi columna tuvo que ver en parte con esto.

Hay algo más. Osé señalar «lo molesto que es para gente como uno perder el privilegio de disponer de tanta belleza solo para uno», lo que se leyó como desvergonzadamente clasista. Me pregunto: ¿Acaso nos gusta que se atiborren de gente lugares que creíamos exclusivos, sea un lago o una plaza, un balneario o un mall , un autobús o una escuela? Instintivamente a nadie le gusta, ni a rubios ni a morenos, ni a esbeltos ni a rechonchos, ni a ricos ni a pobres. Pero todo nos lleva a negar esta incomodidad, o disparar contra los que la ponen sobre la mesa. Mi columna invitaba a reflexionar acerca de esta reacción, para poder genuinamente superarla; pero en muchos casos, descubrí, la negación es más fuerte.

El término «gente como uno» provocó el griterío. Lo usé a propósito. Nada hubiese pasado si me hubiese escudado en mi condición de sociólogo para aludir a los «poderosos», los «privilegiados», los «oligarcas» y otras categorías contra las cuales se puede arremeter sin desgarro personal alguno. Elegí otro camino: no excluirme del escenario y hablar desde mí mismo. Lo mismo me pasó cuando en una entrevista dije ser rico -como de hecho lo soy para los cánones chilenos si aceptamos, por ejemplo, los umbrales que fija la prestigiosa ONG británica Oxfam-. Esta opción para algunos es objeto de condena; pero en mi caso, me temo, ya es un camino sin retorno.

Enviar

imprimiragrandar letraachicar letra

Dejar una respuesta