Los invisibles, otra vez

Los invisibles, otra vez

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En muchos sentidos, la crisis que enfrentamos tiene al menos el mérito de poner al descubierto —cual carne viva— todas las tensiones que hemos acumulado. Y bajo la alfombra, hay mucho polvo. Así, por ejemplo, nuestra clase política es perfectamente capaz de utilizar —con exquisito talento, digno de mejor causa— el covid-19 para terminar discutiendo sobre Punta Peuco. Mientras miles de personas privadas de libertad y de edad avanzada esperan una solución, la discusión sigue atada a nuestros fantasmas del pasado. La izquierda no quiere permitir que ancianos condenados por violaciones a los DD.HH. tengan arresto domiciliario, y la derecha parlamentaria bloquea cualquier salida que no incluya a los uniformados en retiro. El mundo puede estarse cayendo a pedazos, pero los políticos siguen hablando de sí mismos.

Este ejemplo sirve para graficar otra de nuestras dificultades: la inaudita mezquindad de buena parte de la oposición. Su preocupación exclusiva consiste en criticar al Gobierno —espacio Riesco, campañas publicitarias, entrega de datos— sin comprender la naturaleza de lo que vivimos. Nadie estaba preparado para una crisis de esta magnitud, pero el Gobierno lo ha hecho razonablemente bien. Aunque puede comprenderse la frustración de quienes piensan que se interrumpió un momento revolucionario —¿cuántos hablaban de tongo hace tan solo tres o cuatro semanas?—, la historia nos recuerda con cariño a quienes se esfuerzan por ser pequeños cuando más grandeza necesitamos.

Como fuere, puede pensarse que hay otro aspecto que saldrá especialmente a la luz en este trance: la vulnerabilidad. De hecho, la cuestión carcelaria es un buen ejemplo. Sabemos, hace décadas, que las condiciones en las que viven los presos son un atentado a la dignidad humana; y, sin embargo, el sistema —todos nosotros, pero en especial los políticos— ha hecho poco y nada por ellos, hasta el punto de que nuestros dirigentes se dan el lujo de ocuparlos como moneda de cambio. Una pandemia en una cárcel hacinada puede convertirse en una catástrofe.

Pero no son los únicos. La recesión que de seguro afectará a Chile y al mundo perjudicará muy gravemente a aquellas personas que ya estaban en una situación delicada. La absurda (y falsa) disyuntiva entre salud y economía solo puede ser enunciada por quien ignora que, lamentablemente, el hambre también mata. La pobreza no es una abstracción. Si alguien tiene dudas, basta mirar las largas colas para hacer efectivo el seguro de desempleo, y escuchar algunos de los testimonios allí recogidos. Para decirlo en simple, hay millones de personas en Chile que viven de lo que trabajan día a día. Ellos no podrán soportar una larga cuarentena, y el Estado no podrá suplir completamente lo que falte. No pueden teletrabajar, muchas veces tienen que hacerse cargo de adultos mayores, niños en la casa, espacios reducidos, y así suma y sigue. Esto sin mencionar a los migrantes, que suelen tener trabajos informales, viven en condiciones precarias y no tienen redes de apoyo consolidadas.

La dificultad consiste precisamente en que esos sectores tienen poca voz en el espacio público. Mientras la Confech tiene una magnífica capacidad de vociferación, hay otros mundos más necesitados que escuchamos poco y nada. En efecto, no está de más recordar que la gratuidad universitaria constituye un magnífico ejemplo de cómo no priorizar recursos escasos: ¿por qué privilegiar estudiantes universitarios y no la salud pública? La izquierda eligió, hace ya mucho tiempo, hablarle a sus clientelas particulares antes que a la gran masa de chilenos que sufre carencias. Allí, sobra decirlo, se anida el desprestigio de la clase política —y de las élites, en general— que es percibida como indolente respecto del sufrimiento invisible, que no está constantemente en las portadas.

Supongo que estos motivos han conducido al Gobierno a no precipitar la cuarentena total, que podría ser muy costosa para esos sectores. Incluso en Europa —donde hay generosos Estados de bienestar— están tomando conciencia de que esto no puede durar mucho más, y que probablemente tendremos que acostumbrarnos a convivir con el covid-19 por unos 12 o 18 meses. Nada de esto implica negar que, probablemente, la cuarentena total sea inevitable en algunos lugares, pero sí debería llamarnos a considerar que el equilibrio es muy difícil, y que no existe la solución perfecta. Al contrario de lo que suele decirse, las decisiones que deben tomarse no son científicas, sino eminentemente políticas: son muchos los bienes en juego que han de ser ponderados.

Allí, me parece, reside la oportunidad de esta crisis: debería servirnos, al menos, para cambiar el foco de nuestras prioridades, y volver a mirar ese Chile que generalmente olvidamos en función de la guerrilla cotidiana. Allí se esconden nuestros puntos ciegos, las heridas de nuestro desarrollo, que tan agudamente retratara Gonzalo Vial hace muchos años. Quizás la pandemia logre aquello que el mismo estallido de octubre no logró completamente, más allá de las buenas intenciones: fijar, de una buena vez, nuestra atención en aquellos que más lo necesitan. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

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