Los inocentes al poder

Los inocentes al poder

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La fortuna es una diosa caprichosa, decían los antiguos, y algo de eso sabe Gabriel Boric, quien alcanzó, a sus 35 años, el objetivo que muchos políticos buscan en vano durante décadas. Su carrera política ha sido meteórica, hasta el punto de destrozar el cursus honorum de la república: ya no hay escalones ni trayecto que cumplir previamente. Gabriel Boric se basta a sí mismo y no requiere de esas vetustas mediaciones. Lo hizo, además, con tal contundencia electoral que logró un estado de gracia que no deja de tener ribetes graciosos —ya sabemos todo de su perro—.

Con todo, hay un dato crucial que Boric no debería olvidar: estos momentos son muy fugaces y su gran peligro es brindar una falsa sensación de seguridad. Baste recordar que el año 2013, Michelle Bachelet obtuvo 46% en primera vuelta, sacó luego 24 puntos de ventaja en el balotaje y contaba con mayoría en ambas cámaras. No obstante, su gobierno terminó desfondado y su coalición voló por los aires. Más tarde, el 2017, Sebastián Piñera obtuvo 36% en primera vuelta y le sacó nueve puntos a Alejandro Guillier en segunda vuelta, y la historia no terminó bien. Desde luego, estos antecedentes no determinan nada, sobre todo porque Gabriel Boric parece ser mucho más talentoso que los dos presidentes que han gobernado en los últimos cuatro períodos. Pero esos datos sí obligan a mirar la realidad con mesura: no es fácil en Chile construir coaliciones políticas que ofrezcan gobernabilidad, sabiendo además que el mismo Frente Amplio ha contribuido no poco a erosionarla.

De allí que sea crucial el diseño de su gabinete, y el tipo de alianza que le dará soporte, porque la personalidad del Presidente (por más atractiva que sea) no alcanza para sostener un proyecto a mediano plazo. El PC está librando una lucha soterrada para conservar su influencia y mantener el programa original: Daniel Jadue ha llegado a afirmar que en la segunda vuelta no hubo cambios relevantes. El Presidente electo seguramente entiende que esa lectura lo conduce al despeñadero, pero está por verse cuánto espacio efectivo tiene y si logra neutralizar a unos aliados que pueden convertirse en un pesado lastre.

Ahora bien, una lectura correcta del triunfo de Boric exige mirar un poco más lejos. La proeza del magallánico es haber operado una conexión que la clase política no había logrado en mucho tiempo. En efecto, un anhelo de cambio recorre a la sociedad chilena y, en la campaña de segunda vuelta, Boric logró darle a ese anhelo un complemento de seguridad: ahí estaba todo. Pagó, eso sí, un alto costo, porque ese proyecto se parece bastante al denostado proyecto histórico de la Concertación. Kast no logró dar un giro análogo, y no incorporó nunca la variable de protección social en su discurso: por allí debería partir cualquier análisis serio de la derrota de la derecha.

Sin embargo, esa dimensión tampoco agota lo ocurrido el pasado domingo. El triunfo de Boric adquirió rápidamente un valor simbólico que lo sitúa en otro orden: no fue solo electoral. Hay algo en su personaje que lo hace calzar a la perfección con cierto aire de los tiempos; algo que recuerda, al menos en parte, a la primera Michelle Bachelet, que concitaba una emoción singular. Boric representa, encarna y personifica a una generación que cree ante todo en la inocencia. Se trata de un cambio antropológico cuyo alcance todavía no podemos medir pero es enorme: en ese imaginario no hay mal en primera persona. El contraste puede resumirse así: cuando Boric pide perdón, confirma su propia inocencia; cuando Kast pide perdón, confirma su culpabilidad. De allí se siguen consecuencias políticas delicadas, que integran el acervo de la generación del Frente Amplio: los problemas del mundo se deben a la mala voluntad de unos pocos; o sea, nada que un poco de voluntarismo no pueda resolver (el ejemplo más ilustre: el terrorismo de La Araucanía se resuelve con diálogo). Hay bastante de maniqueísmo en esa mirada, que culpa siempre a los otros, que siente la necesidad compulsiva por expulsar todo el mal fuera de sí. Para emplear términos de Kundera, ha llegado al poder la generación lírica, aquella que se goza en la contemplación de su inocencia y que no acepta de buen grado la actitud del observador.

Desde luego, sería injusto identificar a Gabriel Boric enteramente con esa descripción. Es más, puede suponerse que sabe mejor que nadie que esos rasgos constituyen hoy un problema, pues ningún gobierno puede operar en base a esos principios: ningún gobierno puede ser inocente. Menos aún en una democracia que —como solía recordar Camus— es precisamente un sistema fundado en la modestia: nadie posee por sí solo todas las soluciones ni toda la integridad. Si se quiere, la dificultad estriba en que Gabriel Boric ha construido su carrera política sobre este equívoco: ha usado las fuerzas de la inocencia para llegar a este lugar. Su gran desafío es, entonces, administrar del mejor modo posible el choque de su propia generación con la realidad. No será posible cumplir todas las promesas, habrá que llegar a acuerdos con la derecha, será indispensable recurrir a los viejos tercios de la Concertación, no habrá refundación de Carabineros, y así. Si conduce a su generación de la inocencia a la política, habrá logrado una segunda proeza, quizás mucho más relevante que la primera. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

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