La televisión y la pandemia

La televisión y la pandemia

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Lo más llamativo en estos tiempos de pandemia —descontado el drama cotidiano— es el papel que ha cumplido la televisión. Sus programas oscilan entre el espectáculo del miedo, la exhibición de la pobreza no como fenómeno de injusticia, sino como historieta de entretención, y la conversación entre alcaldes, políticos y médicos, cada uno subrayando alarmas, tropiezos y dramas probables.

La televisión abierta es, por supuesto, un medio de masas al que no resulta sensato solicitar reflexión o sobriedad en los temas que trata; pero de ahí no se sigue que deba tolerársele, sin crítica alguna, la banalización de lo que la sociedad está hoy día experimentando.

Desde luego, y ante todo, la televisión arriesga permanentemente el peligro de banalizar uno de los sentimientos humanos más extendidos en estos días, el miedo. Al exhibirlo cotidianamente una y otra vez, al subrayarlo dos, tres, cuatro veces; al recordar cotidianamente lo que lo desata, se priva al miedo del sentido que tiene y se lo transforma en un vulgar acicate para que la gente —poseída de lo que desde antiguo se llama compulsión de repetición— crea que a fuerza de repetir la escena angustiosa se la acabará aceptando. Eso es simplemente una vulgar estratagema —involuntaria sin duda— que se sirve de la intemperie en que se encuentra hoy la mayoría para ganar audiencia.

Se suma a lo anterior la malsana relación que se está estableciendo entre el medio televisivo y la administración del Estado.

Nada justifica, por ejemplo, que quienes ejercen cargos de poder —los alcaldes o quienes aspiran a algún cargo público—, que debieran ser objeto de escrutinio por parte de los medios, sean transformados, de un día para otro, en panelistas más o menos estables de los programas, sujetos con los que se intercambian guiños y complicidades y a los que se escucha sin deslizar duda alguna. Durante la dictadura se criticó muchas veces, y con toda razón, que los periodistas sustituyeran su quehacer por las conferencias de prensa en que eran meros receptores y amplificadores del mensaje de quienes administraban el Estado. Hoy el asunto se repite aunque con mejores pretextos y de manera más embozada; pero el resultado es el mismo: los canales de televisión, especialmente los matinales, arriesgan convertirse en meros amplificadores de la imagen y el mensaje de quienes tienen a su cargo el Estado o parte del Estado. La sana distinción entre quienes informan y hacen el escrutinio de la administración estatal, por una parte, y quienes tienen a su cargo a esta última, por la otra, se ha borroneado mientras en los paneles televisivos se establecen complicidades. ¿Cómo podrá recuperar el medio televisivo la dignidad que es propia de la función periodística después de esto? ¿Cómo recuperará el sentido de su oficio después que aquellos que debían ser objeto de escrutinio se han convertido, por efecto de la pandemia, en sus colegas?

Y en fin se encuentra el hecho, harto repudiable, de convertir la pobreza que asoma en estos días en historietas de entretención para la audiencia. Exhibir una historia —la nueva divisa al parecer del periodismo de masas— puede ser adecuado cuando se hace con talento y se describe un hecho inédito; pero no cuando se transforma a la pobreza y la indefensión en una historieta conducida por un periodista que pregunta banalidades y un conductor o conductora que lo guía y le insiste que averigüe una y otra vez cuando las preguntas carecen del morbo que, es de suponer el director, frente a la pantalla de la audiencia, espera. ¿Cuántos viven aquí en cuarenta metros cuadrados?, pregunta el periodista mientras la cámara recorre el espacio estrecho. ¿Cómo lo hacen para dormir?, insiste. Todo ello, claro, mientras el conductor o conductora subraya la historieta con el rostro compungido e incluso derrama dos o tres lágrimas. Nada de eso tiene interés periodístico, salvo que se esté confundiendo el interés periodístico con el morbo que a algunos causa la pobreza.

Un funcionario de un canal de televisión se queja de estas observaciones y reclama una “crítica constructiva”. Fuera de lo impúdico que hay en el hecho de que un funcionario de una televisora salga a defender lo que hacen sus empleados esgrimiendo como razón el esfuerzo cotidiano que despliegan (como si algún chileno o chilena estuviera hoy exento de hacer esfuerzos), lo de reclamar “críticas constructivas” es un simple eufemismo para rechazar la crítica. Hay críticas correctas y otras incorrectas y la línea entre unas y otras la traza la razón, o las razones, no el esfuerzo que hacen los administradores de los canales para probar cuán bien lo hacen sus empleados (y de paso, claro está, él mismo).

La esfera pública en una democracia moderna —ese ámbito donde se intercambian razones y se modela la vida en común— exige algo más que paneles con alcaldes que subrayan la pandemia mientras aspiran a la reelección; periodistas que hacen de la pobreza una historieta leve, sin respeto por la intimidad de quienes la padecen; y funcionarios que defienden su quehacer como si aquello en lo que se ganan la vida fuera cotidianamente una cruzada solidaria.

Carlos Peña

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