La solidaridad como mecanismo de cohesión ha jugado un papel irreemplazable en la evolución humana. Dos principios fundantes son lo que desde los albores de la vida en comunidad se entendieron como esenciales para que ellas pudieran subsistir; el deber de no dañar a otros y el deber de auxiliarse en determinados casos.
Su etimología, de hecho, no es arbitraria y hace alusión a los lazos que unen a los miembros de la comunidad generando una estructura in solidum. Eso lo diferencia, por ejemplo, del altruismo, que pone el énfasis en volcarse al otro (al alter) y no en la fortaleza de la comunidad. Cuando los seres humanos decidimos entregar parte de nuestros derechos para que el Estado nos protegiera e incluso lo dotamos de recursos para ello, en realidad lo que hicimos fue pedirle que la articulara institucionalmente.
La solidaridad no se trata de una mera liberalidad entregada a caridad humana, sino que incluso puede llegar a constituirse, como en muchos ordenamientos occidentales, en una obligación jurídica. Es una responsabilidad estructural y permanente que organiza la vida social y política, fundada en el bien común y en la certeza de que la persona está en el centro de la organización social. La solidaridad implica un compromiso mutuo entre los individuos y las instituciones para asegurar que cada uno pueda desarrollar, desde su autonomía, sus proyectos de vida. Aunque siempre fue compatible con el liberalismo clásico, el individualismo promovió la búsqueda de una felicidad en que el interés propio era excluyente y prácticamente incompatible con cualquier consideración hacia los demás. Esto llevó a la prevalencia de una “libertad negativa”, esto es, entendida simplemente como “no interferencia”, y relegó la solidaridad a un ámbito más íntimo y moral.
La discusión sobre el espacio que ha de jugar la solidaridad en la vida social es legítima y es un factor relevante en la distinción entre izquierdas y derechas. Pero sostener que todo ha de entregarse a la solidaridad o que ella no ha de jugar ningún papel carece de racionalidad.
Las derechas han desarrollado una serie de principios que distinguen su pensamiento: la libertad individual; la subsidiariedad; el libre mercado; el reconocimiento del mérito por sobre el asistencialismo; la propiedad privada (y su función social). Ninguno de ellos es incompatible con el espacio propio de la solidaridad. Entregar el concepto a las izquierdas es un error y, además, permite construir una caricatura absurda de la derecha.
De manera similar, sustraerse de este debate argumentando que se trata de una disquisición teórica o que, en la práctica, se está jugando en el terreno de la izquierda, reproduce la antigua discusión que pospuso, por ejemplo, la posibilidad de tener una voz respecto de los derechos humanos en el sector.
Marginarse y entregar el concepto de solidaridad implica excluirse de una discusión fundamental. Distinto es discutir acerca de los mecanismos.
Incorporarla no significa que la redistribución de la riqueza sea el único camino hacia el bien común, ni menos que en pensiones la solidaridad sea sinónimo de reparto. La solidaridad, cuando se entiende desde el bien común, implica que los frutos del esfuerzo no son solo para beneficio personal, sino que deben contribuir al bienestar colectivo. Cómo hacerlo requiere un debate abierto sobre las mejores formas de integrar la responsabilidad individual con la acción colectiva, sin caer en la coerción ni en el asistencialismo.
La solidaridad no es una imposición, sino una decisión colectiva basada en la idea de que el bienestar de todos está estrechamente ligado al bienestar de cada uno. (El Mercurio)
María José Naudon