La Izquierda en punto extremo

La Izquierda en punto extremo

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No es fácil identificar de buenas a primeras la filiación actual de la izquierda chilena más radical. Una pista preliminar la puede entregar la llamada “revolución pingüina” del 2006, que no obstante haberse disuelto en noviembre del 2007 en el célebre consenso de manos alzadas que consiguió el primer gobierno de Bachelet -la foto fue el último derroche de contentamiento que tuvo la política chilena, una suerte de paradigma de la concordia universal- dejó instalada en el movimiento estudiantil banderas que los jóvenes universitarios supieron administrar políticamente mucho mejor años después. Al menos, mejor que la generación de dirigentes de educación media que había liderado ese conflicto.

Otra hebra, mucho más notoria, por cierto, es la que remite a las manifestaciones estudiantiles del 2010 y 2011, y de las cuales emergieron los liderazgos de los actuales miembros de la bancada estudiantil de la Cámara, la diputada Camila Vallejo y sus colegas Gabriel Boric y Giorgio Jackson. Parlamentaria del PC la primera, líder de la Izquierda Autónoma el segundo y de Revolución Democrática el tercero, los tres comparten parecida aversión al modelo, aunque operan desde plataformas separadas. Vallejo es una disciplinada parlamentaria de su partido, Boris se perfila como pieza fundamental de un eventual Frente Amplio y Jackson -con más o menos explicaciones- pareciera ir en la misma dirección luego de que su movimiento desertara del oficialismo y de las posiciones que ocupó en el Ministerio de Educación mientras se concebía la extraviada reforma que terminó empujando esa cartera.

Otros análisis, de mayor perspectiva histórica, dan cuenta que en Chile, al menos durante el siglo XX, siempre hubo una izquierda dura y que los nuevos rostros que se han sumado al sector no cambian mucho ni su identidad ni tampoco su composición. Sí pueden estar otorgándole mayor peso político, aunque hasta ahora la gravitación electoral de estas fuerzas sigue siendo una incógnita desde el momento en que los jóvenes -no se entiende bien por qué- se han mostrado más dispuestos a copar la Alameda con carteles, banderas y coreografías que a ejercer su derecho a voto. Es cierto que Izquierda Autónoma se manejó bastante bien en términos territoriales y en la captación de votos en la reciente elección municipal de Valparaíso, pero hay que admitir que ese triunfo tuvo lugar en un contexto un tanto atípico, frente a un pésimo candidato del oficialismo y un desgastado alcalde de la derecha que aspiraba a su segunda reelección.

Identificada ya no tanto con el discurso de la lucha de clases y del marxismo ortodoxo de los años 60, esta izquierda, en todo caso, es tanto o más antisistémica que su predecesora, reivindica ahora matrices ciudadanas que antes no tuvo y, si no se identifica con modelos históricos concretos, es solo porque en los últimos años la revolución cubana se volvió un parque jurásico, el kirchnerismo una vergüenza y el chavismo una catástrofe de contornos dantescos. Hoy, los contactos internacionales que tiene la izquierda puntuda son con movimientos como Podemos y demás agrupaciones de indignados que surgieron en la escena política europea tras la crisis del 2008. Como en Chile esa crisis no tuvo ni por asomo las proporciones que alcanzó en el Viejo Mundo –y que significaron un objetivo empobrecimiento de los sectores bajos y medios-, el discurso puede ser parecido, pero entre lo de aquí y lo de afuera se advierten diferencias importantes, tanto en el sustrato sociopolítico como en la representatividad de estas nuevas fuerzas.

Con un poder que en los últimos años se ha manifestado más en peso político que en votos, al punto que el sector llegó a erigirse en instancia de calificación y control para buena parte de las bancadas parlamentarias del PS y el PPD y en una lápida prematura para las aspiraciones presidenciales del ex presidente Lagos, la izquierda oficialista no pierde la esperanza de poder pactar con ella antes de la campaña presidencial del próximo año. Y aunque esta izquierda no ha entregado la más mínima señal de estar dispuesta a semejante aventura, no hay precandidato de las filas oficialistas, partiendo por el propio ex Presidente Lagos, que no haya hecho gestos de condescendencia o no haya intentado instalar puentes de empatía con el idealismo de los jóvenes. De más está decir que todas estas operaciones no han encontrado como respuesta otra cosa que portazos.

Como toda estrategia política, la apuesta de la izquierda radicalizada de suplantar a la izquierda de matriz socialdemócrata no está libre de riesgos. De tanto presionar hacia un lado el tablero puede volcarse hacia el otro. El actual fortalecimiento de la derecha en Europa, sin ir más lejos, le debe mucho a esta correlación. Pero en Chile, después de tres años de un gobierno que quiso refundar el país y ajusticiar el modelo, el vacío político y el nivel de confusión de la izquierda es tal, que nadie sabe si las dudas asociadas al proyecto refundacional son, en proporciones parecidas, por haberse quedado corto, por haberse sobregirado o por haber hecho las cosas demasiado mal. Mientras la izquierda como un todo no sea capaz de dilucidar este dilema, las cosas a ese lado del espectro seguirán siendo tan conflictivas como lo han sido en los últimos meses. Pero serán cada vez más desesperadas. Entre otras cosas, porque la posibilidad de perder el poder es alta. (La Tercera)

 Héctor Soto

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