“La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”, escribió François de La Rochefoucauld, el filósofo y escritor francés del siglo XVII. En sus Máximas recoge la complejidad de la naturaleza humana, sus motivaciones y múltiples contradicciones entre lo que son sus instintos primarios y las exigencias éticas que la sociedad demanda; entre la virtud, que define el “deber ser”, y el comportamiento empírico de las personas en la vida real.
Ciertamente la hipocresía es una característica difícil de defender, pues es un gran fraude entre lo que se dice profesar como creencias y valores morales, y los actos y conductas. Es un engaño; es una pretensión de superioridad moral muy poco atractiva; y es un signo de deshonestidad intelectual y falta de coherencia moral.
Sin perjuicio de ello, lo que rescata La Rochefoucauld es que en cada pretensión hipócrita existe implícito un reconocimiento del poder de la virtud sobre las expectativas sociales. En suma, la virtud representa un gran capital y nadie quiere renunciar a ella, al menos retóricamente, aunque no sea capaz de vivir de acuerdo a estas exigencias. En este sentido, la hipocresía es una demostración de que incluso quienes no poseen virtudes se ven en la obligación de proclamar el valor de las mismas en el discurso público como expresión de respeto por los valores que la sociedad aprecia. Este reconocimiento de lo que es correcto y bueno permite mantener la virtud como una aspiración.
Andrés Bello, recién llegado de Venezuela a Chile, escribe el 20 de agosto de 1829 una carta a un amigo donde relata sus primeras impresiones sobre el país. En ella confiesa que echa de menos el ambiente intelectual de Caracas y la riqueza de sus bellezas naturales, y concluye: “en recompensa, se disfruta aquí por ahora de verdadera libertad; el país prospera; el pueblo, aunque inmoral, es dócil”.
Y la verdad es que es largo el listado de nuestras inmoralidades nacionales y permanente y reiterada la proclamación pública de lo bueno y lo correcto y, más fuerte aún, el homenaje que la nueva generación de la izquierda le rinde a la moralidad. Aunque, como hemos visto, sin tener necesariamente la virtud necesaria para ello.
Pero también sería hipócrita pretender que esta supuesta superioridad moral de algunos dirigentes de hoy no haya existido siempre. El hecho es que, por ejemplo, quienes recibieron sus sueldos al margen de la ley en sobres clandestinos, sin pagar impuestos por estos ingresos (con la complicidad del propio SII ) eran todos hombres probos y su discurso público, la corrección misma. El 44% de los chilenos que evade el pago del transporte público, creando un déficit que otros más honestos deben financiar, seguramente hoy rasga vestiduras contra la inmoralidad y la corrupción reveladas en estos días. ¿Cuántas personas con un discurso público intachable aceptaron prácticas empresariales reñidas con la moral y la ley? ¿Cuántos padres de formación intachable están dispuestos a mentir a las compañías de seguros diciendo que eran ellos quienes manejaban el auto en un accidente provocado por un hijo sin licencia de conducir o bajo la influencia del alcohol? ¿Cuántos políticos denunciaban horrorizados el financiamiento ilegal de la política habiendo ellos mismos sido receptores de dineros indebidos? Y, ¡cómo se espantó Chile entero cuando surgieron los primeros indicios de financiamiento por parte de particulares y de empresas para las campañas políticas! Y, ¿nunca se preguntaron cómo se financiaban los carteles, las reuniones masivas y toda la vasta propaganda electoral en un país que no tenía financiamiento público de la política?
Nos podemos consolar entonces porque, aunque hipócritas, no hemos perdido la noción de lo que está bien y lo que está mal y seguimos, por lo menos, rindiendo homenaje público a la virtud. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz