La discusión de fondo: el modelo de sociedad

La discusión de fondo: el modelo de sociedad

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El gobierno de Sebastián Piñera logró la aprobación de la idea de legislar en materia de pensiones, como antes pudo hacerlo en materia de contrareforma tributaria. Pero no está en condiciones de obtener la aprobación de muchos de los contenidos específicos de esas legislaciones. A la vez, no parece estar verdaderamente dispuesto a pactar contenidos que satisfagan a las partes de manera formal. Prefiere, por lo que se observa, regatear cada coma, enrareciendo todavía más el clima político y también el económico. Es cierto que con esto logra dividir a la oposición en el día a día, lo que no es poca cosa, pero los actores de la política, la sociedad y la economía no pueden recibir señales gubernamentales de tergiversación e improvisación permanentes. A esto se agregan una y otra vez señales de confusión de la función presidencial y gubernamental con los negocios, en medio de la impresionante serie de descubrimientos de actos de corrupción en casi todos los cuerpos del Estado. El gobierno debiera asumir que hay una crisis de las instituciones y de la ética pública. Y al mismo tiempo hacer una contribución definiendo qué va a hacer para detener la sangría del prestrigio de las instituciones y en qué puede hacer avanzar su agenda y en qué no, dadas las realidades parlamentarias y sociales que enfrenta. Y así procurar no exacerbar el clima de conflicto y tergiversación que ha creado por sus idas y venidas en materia económico-social y por su ausencia de postura firme y clara en materia de desvíos de fondos del Estado y de conflictos de interés.

En vez de eso, el gobierno trata de convencer a la opinión pública que sus opositores en el parlamento y la sociedad a sus reformas son obstruccionistas e incluso, lo que es un despropósito manifiesto, poco patriotas. Debiera reconocer que simplemente la oposición cumple su función en una democracia al representar a quienes los eligieron para legislar y defender sus ideas e intereses. El ejecutivo fue electo por los ciudadanos y legítimamente trata de empujar su programa de liberalización económica y educacional, tributaria y laboral. Ese es su credo, el del Estado mínimo y el mercado máximo y supuestamente el de la libertad de opción (salvo poder autodeterminar su propia conducta en tanto no se dañe a los demás y escoger el tipo de régimen político y económico en el que queremos vivir, eso si que no, lo que es una bomba de tiempo que la derecha no quiere asumir). Pero se olvida el gobierno que también los parlamentarios fueron elegidos y que no cuenta con una mayoría automática entre ellos. Así funciona ese antiguo invento institucional que se llama la separación de poderes, que se traduce en que el que gobierna no puede hacer lo que quiera, lo que siempre será una buena noticia. En eso estamos.

Más allá de la contingencia, existe una discusión de fondo no resuelta y un dilema político de envergadura. La mayoría social, contrariamente a lo que muchos quisieran creer, no parece estar dispuesta a adherir a un sistema de pensiones  que funciona como un negocio privado y entrega muy bajas jubilaciones. Aspira más bien a uno que permita una tasa de reemplazo razonable de los ingresos de la vida activa previa a la jubilación y un ingreso básico en la vejez para los que han estado deconectados total o parcialmente del empleo formal y continuo, con ingresos bajos e irregulares. Tampoco la mayoría parece adherir a seguros privados de salud que “no se pueden dar el lujo” de hacerse cargo de la enfermedad y hacen imposible un seguro público bien financiado, ni a relaciones laborales precarias y asimétricas en jornadas extenuantes, ni a ciudades y comunas sin bienes públicos suficientes ni al deterioro del aire que respiramos y al desarreglo del clima y de los diversos ecosistemas.

La mayoría social aspira, como en todas las sociedades contemporáneas, a tener un trabajo decente y recibir retribuciones que le permitan consumir bienes y servicios al menos suficientes y en condiciones de cierta igualdad de acceso. Así, un primer clivaje que persiste y viene de muy atrás -lo que no tiene nada que ver con el relato de la “modernización capitalista” que la izquierda no entendería-es que los que viven de su trabajo aspiran a condiciones laborales estables, no arbitrarias y equitativamente remuneradas, lo que supone limitar el poder económico para que ellos y los que sobreviven en los márgenes de la sociedad puedan alcanzar niveles básicos y decentes de consumo.

En Chile lo nuevo es que ese consumo ha aumentado conforme han aumentado los ingresos, aunque mal distribuidos, a lo que se agrega que ese consumo no debe ser incompatible con la propia salud y sobre todo con la del planeta, lo que supone políticas de intervención para estos fines que los defensores del liberalismo económico no aceptan sino a regañadientes. Además, y aquí está el segundo clivaje fundamental, las mayorías aspiran a un sistema de protección social que cubra los principales riesgos y logre una disminución general de las desigualdades de derechos y oportunidades y de la precariedad de los que viven de su trabajo. Esta es la base económica y sociológica de las transformaciones que, con mayor o menor pericia y logros de largo plazo, defienden la izquierda y el progresismo de distintas maneras en todas partes. Y en Chile de manera bastante confusa de un buen tiempo a esta parte, lo que da un aire a un gobierno de Sebastián Piñera que de modernizador no tiene nada.

El capitalismo hoy globalizado reproduce todos los días los mencionados clivajes con sus secuelas de desigualdad y depredación de los ecosistemas y por la misma vía recrea las condiciones para su posible superación. En tanto haya, claro, alternativas políticas creíbles para hacerse cargo de esa superación, lo que por el momento no parece estar demasiado a la vista y le permite a la derecha seguir con la ilusión de que ganar tiempo en su pretensión de mantener privilegios insostenibles es lo mismo que resolver los problemas de fondo de la sociedad chilena. (La Tercera)

Gonzalo Martner

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