Al decir de Alfredo Joignant -en Tolerancia Cero el domingo recién pasado- el apabullante resultado del plebiscito de septiembre de 2022 ha sido la derrota democrática más grande de la izquierda chilena en toda su historia. Es difícil discrepar de esa afirmación, formulada además por un agudo analista del progresismo. Las sacudidas de ese revés histórico remecieron hasta los cimientos al gobierno de Gabriel Boric, que jugado a fondo por la malograda propuesta constitucional se vio de pronto vaciado de todo contenido político y programático.
Es así como hace justo dos años, el primer gobierno de izquierda desde la recuperación de la democracia en 1990 se quedó de un día para otro sin fondo para enrumbar al país por el derrotero de continuidad y cambio que había recorrido por más de tres décadas. El cambio radical -ni más ni menos que la refundación del país- era la impronta de su disparatado proyecto político, nada más lejos de la continuidad institucional que se vio forzado a seguir una vez consumada la derrota.
Pero no hace mucho, apenas un poco más de diez años, la izquierda había gozado de una victoria resonante, de las más dulces que un sector político podría obtener en una contienda electoral. Fue cuando Michelle Bachelet venció por amplio margen a Evelyn Matthei en la elección que la llevó por segunda vez a La Moneda, apoyada por una alianza política -la Nueva Mayoría– que daba por fenecida a la Concertación, y que contaba entre sus filas al Partido Comunista y unos cuantos bisoños líderes del Frente Amplio.
¿Cómo es que en tan solo una década pasó la izquierda de un momento triunfante y luminoso -que parecía que iba a realizar el sueño colectivo de las “transformaciones profundas” (Bachelet dixit)-, a otro de total abatimiento cuando incluso la “medida de lo posible” se ha reducido a su mínima expresión? El hecho inédito que el oficialismo no disponga a estas alturas de un candidato competitivo para concursar en la próxima contienda presidencial es el reflejo más crudo de la precariedad política en la que ahora se encuentra sumido el sector.
Desde luego, dos gobiernos fallidos, sobre todo en materia económica, han afectado las credenciales de la izquierda para gobernar. Pero el apoyo -pasivo o activo- que brindó al estallido social, su tardanza para separar aguas con la violencia que parecía entonces la partera de un nuevo Chile, seguido de su incomprensible apoyo a la propuesta constitucional -que a sus ojos no era perfecta, pero que era la que siempre habían soñado-, han sido decisivos para dejarla en una situación extraordinariamente desmedrada. Para colmo, la carencia de un programa político conectado con las demandas de crecimiento económico y seguridad ciudadana, que han devenido en las urgencias de la sociedad chilena en la actualidad, refuerzan la noción de una izquierda trastocada que podría estar ad portas de una impensada travesía por el desierto.
Quién lo habría dicho años atrás, cuando gobernaba la figura presidencial más popular del último medio siglo en Chile, o cuando arrasaba la opción de reemplazar la Constitución de “los cuatro generales”, copando con una rotunda mayoría la Convención Constitucional, o cuando se elegía al primer gobierno de izquierda en décadas. Nada hacía pensar entonces que la derrota más grande de la izquierda estaba gestándose y a punto de acontecer.
Llegó a ese páramo, ahora lo sabe bien, por esa inveterada tentación revolucionaria que no pudo o no supo contener cuando se dio la ocasión. La refundación del país que ostentaba el más alto desarrollo humano de América Latina, donde se había gestado la clase media más extendida en la región -como proporción de la población-, con algunos de los mejores indicadores en materia social entre sus vecinos, con sus carencias y no pocas deficiencias, todo hay que decirlo, no tenía sentido alguno para amplios grupos de la sociedad. Pero la izquierda sintió que era el momento de abandonar el reformismo e, incluso, de dejar definitivamente atrás el “crecimiento con equidad” que marcaron los denostados treinta años. Refundar era la máxima. Tenía el gobierno y la Convención Constitucional para llevar a cabo su anhelo refundacional.
El 4 de septiembre de 2022 semejante propuesta política recibió un categórico rechazo de la mayoría de los electores. Esa derrota histórica se asentó en una equivocación descomunal acerca de los males de Chile, para los que no se requería revolución o refundación alguna, sino que los desprestigiados acuerdos políticos -y el talento para alcanzarlos- que ahora los chilenos añoran sin reservas en el marco de la modernización capitalista. (El Líbero)
Claudio Hohmann



