La decencia no es un lujo

La decencia no es un lujo

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La absolución del exministro del Interior en el Senado tiene más importancia de la que parece. La primera pregunta, obvia, es: “¿Acaso Víctor Pérez no sabe contar?” Si renunció antes de ser juzgado es porque pensaba que no tenía posibilidades de ser considerado inocente de los cargos en su contra. Ahora, sin embargo, resulta que existían los votos necesarios para librarlo de toda culpa.

Lamentablemente las cosas no son como parecen. El problema no es que Pérez, un político de gran experiencia, no sepa contar. Lo que ocurre es que él sabía que la votación iba a ser una como ministro y otra muy distinta en la situación actual.

Esto es un poco raro. Puede que él haya infringido la Constitución y las leyes o que no. Sin embargo, resulta absurdo que sea culpable si ocupa un cargo político y se transforme en inocente si ya está retirado. ¿O consideran que tenía culpa, pero lo liberaron de cargos porque les dio pena? Nuestro sistema constitucional no considera la lástima como una eximente de los deberes que tiene un jurado en un procedimiento de esta naturaleza.

No niego que alguien piense de buena fe que Víctor Pérez era responsable de alguno de los tres capítulos que componían la acusación. Sin embargo, me sorprende que, en el caso de los camioneros, se castigue a Pérez por decidir de la misma manera en que lo habían hecho antes los ministros del Interior de centroizquierda. ¿Es distinta la vara de la justicia para la derecha y para la izquierda?

Conste que no estoy de acuerdo con la forma empleada por todos esos ministros para resolver tales conflictos, pero esa materia está en el margen prudencial que debe tener una autoridad ante este tipo de situaciones. De los otros capítulos acusatorios no hablo porque me parecen ridículos, aunque eso no constituye un obstáculo para que alguien los apoye sinceramente y que lo condene con buena conciencia. Mi problema no es con ellos, sino con quienes ajustan la balanza de la justicia a los intereses partidistas.

El episodio de Víctor Pérez y otros semejantes nos muestran un mal que causa un grave daño a la política chilena: la creencia de que por ocupar un cargo político, en este caso en el Senado, uno está liberado de las obligaciones que tiene como persona decente.

Casi todos estamos de acuerdo en que jamás resulta legítimo condenar a un inocente, ni siquiera para propinar una derrota adicional a un gobierno que uno detesta. Sin embargo, como ya sucedió en acusaciones anteriores, parece haber parlamentarios que no tienen inconvenientes a la hora de admitir la inocencia de un ministro y no obstante condenarlo (de hecho, algún parlamentario lo reconoció públicamente en la destitución de Beyer).

Tal como alguna gente dice que “los negocios son los negocios”, otros piensan que “la política es la política”. Se trata de obviedades que constituyen un pretexto para comportarse como un delincuente en ciertos campos de la vida mientras se pretende tener la mejor apariencia en las relaciones familiares y sociales. Así, no faltan los políticos que piensan que en su actividad todo está permitido, incluso decidir lo que uno sabe que es injusto.

En una de las afirmaciones más brillantes y falaces del pensamiento del siglo XX, Max Weber señaló que “los primitivos cristianos sabían que el mundo está regido por demonios y que el que se dedica a la política, o sea, al poder y a la violencia como medios, pacta con el diablo [….] El que no comprende esto es un niño, políticamente hablando”. Esto no es así. Es verdad que uno puede hacer un pacto con el diablo en la política, pero también en los negocios, la academia, la prensa o la agronomía. Todo lo humano está expuesto al riesgo de la corrupción.

¿Cuándo se pacta con el diablo? Cada vez que uno está dispuesto a venderse a cambio de un precio. Este puede tener una naturaleza muy diversa. En algunos casos, se trata de transacciones grotescas, como la autoridad que acepta un soborno. Con todo, hay otras más sutiles, cuyo precio no se paga en dinero.

En la vida académica, por ejemplo, uno puede transformarse en un monstruo con tal de conseguir la fama. Las tentaciones del político, salvo en ocasiones burdas, van en esta dirección. El mayor peligro de corrupción en un Congreso como el nuestro no está en la cuenta corriente, sino en qué están dispuestas a hacer las personas con tal de aumentar su poder o disminuir el de otras. Y como creen que la política es un juego de suma cero, donde uno gana lo que otro pierde, entonces aceptan hacer algo que saben que es injusto –como condenar a un inocente– con tal de causar un daño al enemigo.

Weber pensaba que todo eso alejaba a los primeros cristianos de la actividad política, lo que resulta históricamente falso si se atiende al hecho de que no faltaron senadores en Roma que muy pronto adhirieron a esa nueva religión. Lo que sí tenían presente era la frase de Jesús: “¿de qué vale al hombre ganar el mundo si es a costa de su alma?” Ahora bien, tendría muy mala opinión de los ateos y agnósticos quien piense que solo un cristiano puede entender el valor de ese dicho. Para admitirlo basta con ser una persona decente, y ese no es un lujo reservado a unos pocos. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro

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