La cuestión política

La cuestión política

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No termina de convencerme la extendida tesis de que la crisis de la Constitución vigente radica en la ilegitimidad de su origen. Tal idea no explica por qué no estalló antes ni cómo es que ocurrió luego de tantas reformas que desmantelaron buena parte de los enclaves autoritarios que constituían su sello original pinochetista.

Tal vez la opinión pública sea más sabia que los constitucionalistas y haya percibido una crisis constitucional al caer en cuenta que la política estaba mal constituida. En una de esas la gente no necesita educación cívica para entender, mejor que los que se encumbran como sus profesores, que una Constitución es la que constituye a la política, la que la para sobre sus pies, la que le da o le quita consistencia y que nuestra consistencia política se desmoronó cuando cundió la idea de que algunos de los que decían representar estaban vendidos y el manto de dudas cayó sobre todos. ¿Cómo no se iban a desmoronar las estructuras políticas si está cuestionada la idea misma de que aquellos a quienes les dimos poder para hablar en nuestro nombre ya no lo hacen por nosotros? ¿Cómo no iba a entrar en crisis la constitución del poder si están en cuestión los títulos de legitimidad de quienes lo detentan? Se ha instalado la sospecha de que los que manejan los hilos son aquellos que la política promete someter a control; se ha extendido la sospecha de que quienes pedían poder para emparejar la cancha están cómodamente instalados en los vértices más altos. Esas sospechas son el ácido que corroe los cimientos de las instituciones políticas y lo seguirá haciendo mientras la gente pueda hablar, sin que nadie les rebata, de la «clase política», como un grupo autárquico, con intereses propios y diversos, restándole toda legitimidad para obligar en «nuestro nombre.»

Tal vez esta crisis, más que la de la ilegitimidad de origen, explique la fuerza de la idea de una nueva Constitución; que esa fuerza nazca de la esperanza de abandonar lo vergonzante y maloliente y emprender un camino nuevo. Tal vez allí radique el atractivo mayor de «la hoja en blanco».

A comienzos del siglo pasado nuestros abuelos demoraron más de treinta años en entender que su crisis tenía que ver con la pobreza, la marginación y la desigualdad; en ponerle un nombre -«la cuestión social» la llamaron-; en reconfigurar al Estado para que pudiera enfrentar esa cuestión -eso es una nueva Constitución, en ese caso la del 25- y en implementarla. Si así de largo fuera este nuevo proceso, debiéramos humildemente reconocer que recién estamos tratando de saber cómo y por qué se nos movieron de nuevo las placas tectónicas del edificio de la política.

Reconozco la vital importancia de las formas que nos demos para debatir y decidir contenidos constitucionales y entiendo que hacerlo en los marcos de la Constitución vigente no es neutro; pero me parece superficial la tesis de que lo único que importa son las formas y que nada de una Constitución debe debatirse mientras no se desaten las que llaman trampas. Mientras no reconozcamos la crisis institucional por la que atravesamos las formas tampoco nos sacarán del marasmo. Podemos sentir el aire fresco de una nueva partida; la liviandad de dejar atrás un pasado vergonzante; pero todo puede ser una ilusión y cada partida en falso aumentará la desesperanza. Más difícil, claro, es enfrentar el problema, pero puede ser más fructífero.

La cuestión de hoy es política. Consiste en preguntarnos, con más humildad, más mancomunadamente y sin espíritu maniqueo, cómo erigir instituciones en las que la ciudadanía, afortunadamente desconfiada y exigente que somos, puede volver a creer en las instituciones. Consiste en que cuando digamos que debemos dejar que las instituciones funcionen no pensemos tan solo en que lo hagan aquellas que investigan y sancionan irregularidades y delitos, sino que aludamos a que el Congreso Nacional represente y hable en nuestro nombre.

Jorge Correa Sutil

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