Irina-Francisca Echeverría

Irina-Francisca Echeverría

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El bochornoso episodio de esta semana transforma a Irina Karamanos en un nuevo símbolo de las contradicciones de su mundo político. Más allá de los agudos memes que nos ha regalado el asunto, este nuevo autogol del gobierno involucra cuestiones relevantes.

En primer lugar, está la brecha entre las palabras y los hechos. Si Twitter ardió con la noticia del gabinete a la medida no fue precisamente por la defensa de la institución de Primera Dama, sino por el contraste entre la promesa de democratización, igualdad y superación del amiguismo, y la realidad de un cargo no democrático con nombre propio y atribuciones amplias, que chocan incluso con las competencias de ministerios sectoriales. El compromiso era despersonalizar el cargo y darle un giro más contemporáneo (en lugar de simplemente rechazarlo), pero la solución estaba lejos de resultar satisfactoria.

Las redes sociales hicieron lo suyo y el Ejecutivo salió en pocas horas a revertir la resolución, alegando un “error administrativo” y desligándose de toda responsabilidad política (aunque el gabinete con su nuevo nombre llevaba tiempo en el sitio web del gobierno, tenía su propio dominio y pagaba sueldos). El modus operandi de culpar al funcionario de turno no es nuevo en estos cortos primeros meses y está lejos de la lealtad que cabría esperar de quienes venían a renovar la política. En todo caso, resulta difícil negar que la idea que causó tanto escándalo era coherente con la incomodidad del gobierno con un cargo considerado patriarcal y también con el ánimo característico del Frente Amplio de resignificar todos los espacios, de comenzar algo radicalmente nuevo, de pretender que todo es por primera vez justo, puro y verdadero. Quizás solo la convicción arraigada de que todo empieza con esta generación política pueda explicar la ceguera ante un error tan grueso, tan evitable, que fue identificado de modo instantáneo y unánime por la opinión pública.

Junto con la pretensión del nuevo comienzo, resulta sintomática la idea de reemplazar una institución ⎯por anacrónica que resulte en este momento histórico⎯ por una identidad particular. Evidentemente los cargos pueden evolucionar, modificarse y también suprimirse, pero por definición no se identifican con las personas que los ostentan. Pretender mantener la influencia de una institución y a la vez sustituirla por un individuo singular tiene algo de la lógica identitaria de la Convención. Ella también busca comenzar desde cero y reescribir todas las instituciones, al tiempo que transforma la Carta Magna en una amalgama de reivindicaciones de grupos identitarios particulares.

En fin, el “affaire Irina” permite pensar que, si hay que cuestionar el cargo de Primera Dama, hay que hacerlo en serio, abordando sus aspectos más problemáticos. Vale la pena preguntarse si hoy se justifica una institución con ciertos aires monárquicos, derivada de vínculos afectivos que no necesariamente tienen reconocimiento público, que no responde a la realidad profesional actual de hombres y mujeres, y que puede entrar en conflicto con el trabajo de los ministerios. No queda claro que la transformación hacia la nueva Coordinadora Sociocultural de la Presidencia resuelva los problemas que parecen haber metido al gobierno en este entuerto. Pero al menos el cargo no tendrá el nombre de Irina, que quizás termine siendo una de las mayores perjudicadas del episodio.

Francisca Echeverría