Interés propio, egoísmo y cooperación

Interés propio, egoísmo y cooperación

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Una de las grandes paradojas de la edad contemporánea es que aquellos sistemas donde imperan la libertad política, económica y civil y que han producido el mayor bienestar para la humanidad, son permanentemente cuestionados en su legitimidad moral. Mientras tanto, las distintas versiones de socialismos autoritarios, y sus secuelas de pobreza y opresión, son percibidas como grandes avances hacia sociedades más justas y humanas.

¿Cómo explicar un cierto desprestigio ético del liberalismo occidental? Subyacente a esta falta de valoración moral existen razones basadas en una comprensión falaz de las ideas matrices y las bases filosóficas que inspiran este modelo de organización.

En primer término, se trata de una percepción equivocada de lo que es el “interés propio”, ese instinto, heredero de la pulsión por sobrevivir que nuestra especie lleva grabada en su ADN por disposiciones evolucionarias, y que nos lleva a competir en distintas esferas. Esto ignora que, tras siglos de procesos civilizatorios, la conducta humana está influida no solo por la herencia genética, sino también por un conjunto de sistemas morales, por valores, prácticas, instituciones, costumbres, tradiciones y religiones que crean mecanismos psicológicos que controlan las manifestaciones más crudas del egoísmo y permiten que los seres humanos podamos, además de competir, también cooperar. En este contexto es necesario hacer dos precisiones: en primer lugar el “interés propio” no siempre, ni necesariamente, es de carácter material y puede incluir —y, de hecho, la mayoría de las veces incluye— el interés por los otros, de cuyo bienestar dependemos. Es cierto que hay escuelas de pensamiento económico que en el siglo XX erigieron un “homo economicus” que supuestamente, en todas sus decisiones, actúa meramente por un razonamiento de cálculo material, movido solo por interés egoísta, sin consideración por otros. Llegaron a incluir en este marco teórico materias como el suicidio, probablemente uno de los temas más complejos de la mente humana y aún difícil de explicar. Sin embargo, esto no es parte consustancial del pensamiento liberal clásico y, de hecho, contraría algunos de sus presupuestos fundamentales.

Adam Smith fue un pensador que celebró que las posiciones en el orden social no estuvieran determinadas por la cuna, el rango o las conexiones políticas; creía que las instituciones sociales debían arreglarse para proveer a todos sus miembros la oportunidad de mejorar sus posiciones y abogó por programas de bienestar bien diseñados, como, por ejemplo, una educación pública, sobre todo para los más pobres, porque “eso realza su inteligencia y los hace más respetables a sus propios ojos y a los ojos de sus superiores”. Para él, la riqueza de las naciones no se medía solamente por la cantidad de bienes producidos, sino por la calidad de vida y felicidad de la totalidad de los ciudadanos de la nación: la opulencia de una nación, decía, debe ser universal y extenderse a todos. Es más, su motivación principal al abogar por una sociedad abierta al emprendimiento y al comercio libre se basaba en que los mercados obtienen mejores resultados de cooperación con otros que los que es posible lograr en forma individual; son capaces de canalizar los intereses individuales en una dirección socialmente beneficiosa; y sacan a las masas de la pobreza. En suma, el interés propio no es sinónimo de egoísmo y las sociedades que prosperan mejor no son aquellas conformadas por individuos atomizados persiguiendo su propio interés material sin preocupación alguna por las necesidades y deseos de otros, sino, como sostiene Haidt, aquellas tribus que incluyen miembros empáticos, dispuestos a ayudar y defender a otros, terminan por conquistar, pues “el grupo cohesionado y cooperativo siempre gana”. (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

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