Inmigración, pensar con la cabecita

Inmigración, pensar con la cabecita

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En los últimos tiempos, Chile ha recibido a cerca de un millón de inmigrantes. No es poco en una población de 18 millones. No tiene nada de extraño que haya surgido un debate al respecto ni es una actitud cerril, sino prueba de madurez. Depende de qué conclusiones saquemos.

El asunto estalló de pronto por una resolución improvisada que enredó la cuestión. La decisión de no firmar el Pacto para la Migración parece haber contradicho el mensaje que se había entregado con el viaje parlamentario a Marruecos (si es que se hizo mirando las encuestas, se olvida que gobernar por encuestas es una de las tantas amenazas a la democracia). Existen, sin embargo, inquietudes legítimas en torno a este pacto. La primera es que ningún Estado de Derecho puede prescindir de la distinción entre inmigración legal e ilegal, algo obvio, pero borroso en el documento. Se podrá dar un derecho de apelación a los ilegales y regularizar situaciones, pero no pueden existir puertas abiertas sin atender al número. Nadie recibe en su casa sin fijarse en la cantidad; quedaría exhausta la misma posibilidad de acoger inmigración. Por favor, estas cosas hay que pensarlas con la cabecita.

Porque aquí viene lo sustantivo. Se emigra a un país porque este ofrece oportunidades, en la inmensa mayoría de los casos debido a que funciona mejor que otros; se emigra de un lugar por pobreza endémica o por crisis interna (Venezuela), a veces por colapso del mismo Estado (Haití), lo que se ha convertido también en endémico en muchas partes de África y en casos dramáticos, como Siria e Irak. Me temo que la lista es y permanecerá larga. Al final, todo depende de un proceso simple de comprender (más difícil de practicar): que hay países ordenados que pueden prosperar merced a la combinación de diligencia, inteligencia, sensatez y autodisciplina desarrollada a lo largo de su historia. Una inmigración como «derecho», abierta obligatoriamente a todo el mundo, los haría colapsar. Se acabaría la migración. La viabilidad de la misma depende de que esos países obviamente se preocupen de cómo lo hacen y disponen sus servicios y su sistema legal. Y excusándome ante varios distinguidos columnistas, en este plano debiera tener superior validez el Derecho interno sobre el Internacional, especialmente aquel surgido de organizaciones como la ONU.

Por más que haya habido una contradicción en La Moneda, hay reservas más que legítimas ante el pacto. Intervienen en ellas demasiado las burocracias, que hablan todo el día en bonito y en buenito, es decir, en políticamente correcto. Al intentar que se influya en la información, se llama a una acción de Estado, en detrimento de la libertad, muy en línea con una obsecuencia de la ONU de otras décadas ante los sistemas totalitarios (nunca nadie emigró hacia ellos), en orden a que los Estados controlen la información. Hay que ponerle coto a este esfuerzo persistente.

Una vez que Chile tenga aprobada su legislación migratoria habrá que ver de qué manera podríamos sumarnos al pacto sin ser obligados a su letra -la que como se ha observado a veces arrastra obligatoriedad por la fuerza de las cosas-, sin negar que también tenemos un deber frente a la inmigración. Lo hemos probado en la historia remota y reciente. Decenas de miles de chilenos hallaron trabajo en Venezuela en las décadas de 1970 y 1980, cuando aquí escaseaba. Con Haití cumplimos con una responsabilidad libremente asumida. Dentro de un cuadro de sopesar las realidades y posibilidades, tenemos un deber en nuestra América.

Los inmigrantes vienen a Chile por algo que es lo que hizo a Chile una especie de sueño. Recordemos qué es ese algo.

 

Joaquín Fermandois/El Mercurio

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