Hasta los héroes se equivocan-Pablo Fuenzalida-Bernardita del Solar

Hasta los héroes se equivocan-Pablo Fuenzalida-Bernardita del Solar

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Si preguntamos por héroes en el ejercicio del periodismo, los nombres de Carl Bernstein y Bob Woodward figurarían entre los primeros. Ambos destaparon el caso Watergate, uno de los mayores escándalos políticos del siglo XX. Las implicancias de esta investigación sobre el espionaje en la sede principal del Comité Nacional del Partido Demócrata y los posteriores intentos de encubrimiento por parte del gobierno republicano de Richard Nixon fueron enormes. De partida, llevaron a dicho Presidente a renunciar al cargo. El sufijo “gate” pasó a ser sinónimo de escándalos públicos y corrupción política en diversas latitudes (Mopgate, Pacogate, etcétera). También repercutió en otras profesiones. Dado el considerable número de abogados involucrados, los cursos de ética profesional pasaron a ser obligatorios en las escuelas de Derecho y sus reglas de conducta profesional fueron profundamente revisadas y modificadas.

Woodward ha vuelto a la palestra, pero ahora sindicado como posible villano. En la investigación para su más reciente libro, “Rage”, sobre la administración Trump, el Presidente de Estados Unidos le habría confidenciado en febrero que estaba al tanto de la peligrosidad del covid-19. A los pocos días de esa entrevista, Trump públicamente negó la gravedad del virus. Hoy los dardos se dirigen a Woodward cuestionando que no haya revelado esa información, la que, se dice, podría haber salvado vidas. Es decir, el dilema ético entre mantener un rol exclusivamente profesional —publicar un libro bien investigado luego de meses de trabajo— o apartarse del mismo optando por la evitación de mayores daños, incluso a costa de sufrirlos personalmente —revelar información de una fuente reservada.

El profesional justificó su silencio apuntando a que muchas veces lo que Trump decía no calzaba con la realidad y necesitaba tiempo para verificarlo. En febrero había menos certeza sobre la pandemia que hoy, pero sus explicaciones pierden fuerza con el transcurrir del tiempo y el aumento exponencial de contagiados y fallecidos.

Extrapolando este dilema a nuestro país, no es de extrañar que la regulación profesional vigente se preocupe especialmente de proteger la reserva de las fuentes consultadas. Sin embargo, una periodista nacional, enfrentada al dilema de Woodward, no encontrará pautas uniformes que le permitan discernir si puede (o debe) revelar información (y cuánta) con miras a prevenir o mitigar daños irreversibles y significativos. Mientras la legislación de prensa y el Código de Ética de 2015 guardan silencio sobre este punto, el Consejo de Ética de los Medios de Comunicación ha reconocido situaciones en las que cabría descubrir o denunciar información, tales como la protección de la salud o prevenir al público de engaños por actos o aseveraciones erróneas o dolosas de individuos u organizaciones.

Durante la década de los noventa se llevó a cabo un intenso debate sobre la posibilidad de reservar el periodismo a quienes hayan obtenido el título profesional homónimo. Entre las justificaciones esgrimidas para establecer esa licencia exclusiva se planteó la sujeción a estándares éticos supererogatorios de la ley, cuya instrucción estaría a cargo de las universidades. Estas mayores exigencias beneficiarían directamente al público receptor de información investigada y difundida en cumplimiento de dichos estándares.

Para que dicha justificación legitime ese monopolio profesional, la ética periodística no puede caer en la promoción de intereses gremiales ni defensas corporativas, ni seguir escudándose en la eliminación hace cuarenta años de la colegiatura obligatoria. Se requieren cambios endógenos, desde los más obvios, centrados en capacitación continua de sus profesionales, como otros que reflejen la diversidad de la sociedad actual. Esfuerzos dirigidos a remover estereotipos y desigualdades de género tanto a nivel de cómo se presenta a la mujer (o ciertas minorías) en los medios, así como en las directivas de estos. Lo mismo cabe señalar respecto de la necesidad de revisar prácticas y estándares periodísticos existentes, ante una sociedad que demanda mayor transparencia y escrutinio público sobre quienes gozan de espacios de poder.

Es interesante constatar que, producto del coronavirus, ha aumentado la valoración del saber experto. En tiempos de incertidumbre, de cierta manera buscamos algo bajo lo cual cobijarnos. El caso Woodward es ilustrativo de esa tensión entre escepticismo y confianza pública hacia ese saber, donde están en juego cuestiones que superan el rol profesional. Pero también es una oportunidad para abrir un debate sobre cómo el periodismo (y otras profesiones) debe satisfacer el interés público en el siglo XXI.

Pablo Fuenzalida
Bernardita Del Solar V.

Centro de Estudios Públicos (CEP)

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