Haitianos en Chile: un caso de inmigración masiva desregulada

Haitianos en Chile: un caso de inmigración masiva desregulada

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Entendiendo que las migraciones forman parte consustancial del proceso globalizador y
partiendo de la noción kantiana de hospitalidad universal (allgemeine Hospitalität), Chile ha abierto sus puertas en los últimos años a sucesivas olas de inmigrantes provenientes principalmente de países latinoamericanos, destacando las procedentes de Haití. El fenómeno ha desbordado las capacidades receptoras del país. Las razones son varias y variadas.

Primero, se trató de un movimiento poblacional inesperado y no fomentado por entidad alguna, ni pública ni privada; simplemente los haitianos comenzaron a hacerse presente en las ciudades y pueblos chilenos de manera tan creciente como intempestiva, aproximadamente desde 2014 en adelante.

Segundo, los recién llegados lo hicieron usando las facilidades que otorgaba una normativa migratoria obsoleta, según la cual, bastaba con ingresar a territorio nacional por alguna vía, regular o irregular, incluso como turista, para quedarse por plazo indefinido.

Tercero, los vacíos legales y facilidades extremas fueron utilizadas por bandas de traficantes de personas para trasladar subrepticiamente a cientos de miles de personas, en general por vía aérea principalmente desde Puerto Príncipe, cobrando
aproximadamente US$ 3 mil por persona.

Cuarto, la actitud pasiva de las autoridades, junto a la relativamente rápida absorción de los recién llegados por parte del mercado laboral, le dio fluidez a la
llegada de haitianos a Chile.

La reacción del gobierno en 2018, en orden a exigir visa de ingreso a los haitianos, a ofrecer facilidades materiales de retorno a quienes no se sienten satisfechos con la decisión de estar en Chile, a regularizar la situación migratoria de quienes optan por quedarse, así como el envío al Congreso Nacional de un proyecto de ley que moderniza diversos aspectos del proceso migratorio, constituyó un paso hacia el ordenamiento de esta problemática en términos generales. Sin embargo, tácitamente, dicha reacción vino a confirmar que el país había llegado a una situación general de contingencia migratoria,
que tenía en su centro a los inmigrantes haitianos, cuyo flujo era imprescindible detener.

El hecho que prácticamente de forma simultánea se puso en vigor una visa humanitaria para inmigrantes venezolanos, reforzó la hipótesis planteada respecto a la centralidad de la migración haitiana. Del mismo modo, la posterior avalancha de inmigrantes venezolanos ratificó que el problema tenía una naturaleza más general y que aunque se aceptase recibir e incluso se quisiera asimilar a la inmigración venezolana, la economía plantea limitaciones para su absorción.

Resulta innegable que la masa inmigrante haitiana plantea una diferenciación profunda con la arquitectura social, económica y cultural de Chile. Los datos socio-económicos de Haití apuntan a evidencias irrefutables en cuanto a vulnerabilidades como sociedad y a su calidad de fallido en tanto Estado. Por otro, la evolución histórico-cultural haitiana confirma un profundo desfase en su desarrollo político y económico respecto al existente en los países sudamericanos, dado que en aquel país no han tenido lugar acontecimientos vitales para entender y adentrarse en las vivencias modernas -como el sentimiento de estatalidad y conciencia de asociatividad-, que, de un modo u otro, sí han estado
presentes en América del Sur y muy especialmente en Chile. Varios elementos ponen a la creciente masa haitiana en un lugar excesivamente rezagado al interior de la sociedad y de la economía.

Algunos ejemplos concretos son: la fortaleza de expresiones religiosas totémicas y animistas previas al implante del catolicismo, como es el vudú, la ausencia de elementos productivos que demanden mano de obra calificada, la inexistencia de mínimos sistemas de escolaridad y de salud, el nulo contacto con manifestaciones propias de la tecnología y la vida económica moderna, y el monolingüismo en torno a un idioma desprovisto de la complejidad inherente a cualquier tipo de desarrollo político, cultural y económico (y que por lo mismo se reduce a un medio de comunicación verbal, o lingua franca). Este cuadro pone a Haití en las antípodas de Chile. Se trata de realidades y percepciones, que no sólo estaban tensionando (y de alguna manera lo siguen haciendo) al aparato público de un país receptor con posibilidades limitadas, como es Chile.

Sabido es que el fracaso de las políticas de integración, asimilación o absorción con
comunidades con un profundo desfase cultural, suele llevar a la creación de ghettos y eventualmente desata conductas xenófobas.

También es sabido, que desde los 1990 en adelante, los horizontes de comparación de Chile están situados en parámetros reconocidamente avanzados en el plano internacional: test de Pisa para sus escolares, criterios de Basilea para su banca, estándares OCDE para sus políticas públicas, estándares OTAN y Panamax en sus cuestiones de Defensa, y otros análogos.

Igualmente se sabe que los países que mantienen inalterables sus lineamientos comparativos internacionales suelen ser altamente homogéneos y refractarios a las inmigraciones, como Japón, Corea del Sur, Finlandia o bien son abiertos a ellas, manteniendo criterios rigurosamente selectivos, como lo son Canadá, Australia, Nueva Zelandia. Ningún país abierto a la inmigración lo hace a niveles que pongan en riesgo sus respectivos horizontes de comparación internacional.

Finalmente, en el caso de Chile, esta evolución de Chile ha ido acompañada de una fuerte
disminución de la pobreza y un aumento exponencial de los estratos medios de la sociedad, aunque mantiene nichos o bolsones de pobreza que imposibilitan a su aparato público a proveer servicios y bienes en una lógica ad infinitum a este o cualquier otro grupo inmigrante. La inmigración haitiana es un fenómeno que, dada la reacción gubernativa del 2018 podría estar en vías de acotarse, aunque sus dimensiones siguen presentando desafíos de corto, mediano y largo plazo, pues los elementos que la
caracterizan tienen necesariamente efectos divisivos.

El fenómeno migratorio es tan viejo como el hombre sobre la Tierra y por ende no es nuevo en la historia de las relaciones internacionales. Las categorías de sedentario y nómada acompañan al ser humano desde siempre, describiendo momentos históricos y circunstancias políticas, sociales y económicas concretas en que las personas se diferencian según sus decisiones de permanecer o desplazarse desde localidades, territorios y ciudades hacia otros puntos geográficos con el propósito de instalarse temporal o definitivamente. La disciplina delimita el concepto migraciones, y lo define como aquel «movimiento masivo de personas que tiene impacto sobre las relaciones entre los Estados (…) aunque el movimiento transfronterizo e intercontinental siempre ha existido, sólo en los últimos años se ha transformado en un asunto a ser conceptualizado en términos prioritarios y puesto en el contexto de soberanía, seguridad, orden y estabilidad», según plantea Evans (1998, p. 324).

Por su lado, Casillas explica que para migrar «se conjugan a) la necesidad o deseo de buscar satisfactores fuera del entorno inmediato, b) una circunstancia propicia para hacerlo o que obliga a salir, c) la aceptación de correr riesgos, de partir sin mayores respaldos y d) aunque no siempre, una red de
apoyo» (CASILLAS, 2006, p. 430).

Una de las particularidades de los flujos migratorios recibidos por Chile en los últimos años tiene que ver con la idea prevaleciente en ciertos ámbitos de las elites y la sociedad en general en el sentido de percibir y entender el movimiento de personas como parte integral de la concepción occidental de derechos humanos. Dicha idea se inserta en la noción kantiana de hospitalidad universal, del imperativo ético y que atraviesa su clásico Sobre la Paz Perpetua (1795), que no necesariamente conlleva derechos automáticos de ciudadanía y/o nacionalidad, se puede apreciar extendida a la idea de tender una mano a masas que se trasladan por razones de pauperización o de inseguridad.

En este contexto, se entiende que autores como Rhodes y Marchiori (2018, p. 9) propongan iniciativas marcadas por la supranacionalidad en la respuesta (proponiendo una regionalización de la política migratoria internacional). Esto amplía el marco tradicional-histórico en orden a que grandes movimientos de masas eran aceptados política y socialmente tras apreciarse y constatarse conmociones gravísimas (masacres,
genocidios, guerras) en lugares del extranjero. Esta idea kantiana se ha ido acoplando de manera gradual y natural a la percepción de que la globalización implica (necesariamente) abrir fronteras y espíritus ante situaciones que ameriten la recepción de inmigrantes.

La idea kantiana aludida se encuentra hoy en día en el centro del debate político en los países occidentales producto de las avalanchas de migrantes que, desde las regiones africanas subsaharianas llegan a territorios europeos o bien de espacios desolados por guerras civiles, como en Libia y Siria, que han generado vastas zonas denominadas conceptualmente áreas sin ley, o directamente estados fallidos, desatando masas de individuos huyendo de manera despavorida hacia países europeos. Lo mismo puede
señalarse sobre las caravanas de migrantes procedentes de América Central y que han ingresado a territorio mexicano para tratar de llegar a EEUU. Un fenómeno similar se observa en Australia con personas que abandonan sus hábitats naturales en zonas de Asia producto de la violencia.

Todos estos son ejemplos concretos de cómo las migraciones se han situado en el centro del debate político doméstico en cada uno de los países aludidos, pero también en los espacios europeos, australianos y norteamericanos, y desde luego en las instancias multilaterales.

El debate político incluye cinco materias específicas como: control inmigratorio, capacidad de absorción, voluntad de integración, posibilidades de adaptación y la problemática de la eventual asimilación.

Desde 1990, Chile ha experimentado un aumento sostenido de la inmigración, en razón de su estabilidad económica y política, así como se apertura social y económica, todo con tendencia creciente y muy acelerada en los últimos diez años. Además, se observan relevantes modificaciones en los principales países de origen de la migración que llega a Chile. Los flujos que hace algunos años eran incipientes, hoy se presentan como colectivos consolidados; otros que eran inexistentes, hoy están en crecimiento.

En el contexto actual es posible observar ciertos patrones del fenómeno migratorio en el país: aumentó explosivo de la cantidad de inmigrantes, diversificación de los países de origen y asentamiento en distintas regiones. En consideración a los análisis que se observarán más adelante, podríamos también señalar que quienes han llegado a Chile, lo han hecho para quedarse o al menos no han venido por un corto período de tiempo.

La cifra estimativa, elaborada por el Departamento de Extranjería y Migraciones del Ministerio del Interior de Chile a partir del cruce de datos provenientes de la Policía de Investigaciones de Chile (PDI), oficinas consulares del Ministerio de Relaciones Exteriores, Registro Civil e Instituto Nacional de Estadísticas era, a diciembre de 2018, 1 millón 251.225 personas (INE, 2019). De éstos, 646.128 eran hombres y 605.097 mujeres. Los tres más numerosos eran Venezuela (228.233), Perú (223.923) y Haití
(179.338). Los dos de mayor crecimiento en los últimos tres años son los venezolanos y los haitianos (CHILE, 2018).

Este nuevo escenario de llegada abrupta ha tenido como marco las complejidades propias de nuestra sociedad, configurada en torno a un tronco indígena-español relativamente homogéneo y al cual se integraron de manera dúctil ramas alemanas, croatas, palestinas, judías y otras a inicios de siglo 20, así como a un país que por su localización geográfica no estaba acostumbrada a llegadas masivas o tránsito masivo de migrantes.

Como un fenómeno ajeno y muy lejano era vista la preocupación por la integración de los migrantes en Europa o bien preocupaciones asociadas a la seguridad e identidad nacional (CASTLES; HAAS; MILLER, 2014). Por estas razones, el Estado chileno nunca se preparó para tales eventualidades y entidades subnacionales, como los municipios, jamás prepararon políticas sociales vinculadas a eventuales fenómenos migratorios. La hospitalidad, hasta ahora, ha sido vista más bien en términos de derechos humanos
inherentes y a posibles extensiones de políticas públicas sociales generales, que a políticas públicas ad hoc, relativas a coyunturas especiales. Ello explica los frecuentes focos de tensión observados entre autoridades centrales y locales respecto a las responsabilidades últimas y modos de acción las necesidades y urgencias planteadas por grupos de migrantes.

CUANDO LOS ESTADOS FALLIDOS EXPORTAN SERES HUMANOS

HAITÍ, CÓMO LUCRARSE CON EL DOLOR HUMANO Y SALIR IMPUNE | Eguneko ...En relaciones internacionales se ha ido extendiendo el uso del concepto estados fallidos para designar aquellos que, finalizada la Guerra Fría, se han mostrado imposibilitados de brindar servicios básicos a su población producto de quebrantos a la ley y se han sumido en conflictos sangrientos. En ellos son particularmente visibles las vulnerabilidades sociales y políticas. Sub-producto de dicha situación es la tendencia de su población a emigrar.

Los dos casos más recurrentes en el hemisferio en la actualidad son dos, el de Venezuela, por motivaciones políticas, y el de Haití, un país con endémica debilidad institucional, y donde la ONU ha puesto especial atención desplegando esfuerzos financieros para ayudar a la estabilización.

Los organismos multilaterales han reaccionado de manera diferenciada y en el caos de Haití se optó por una intervención militar la amparo de la ONU, la que tuvo como efecto inesperado una verdadera estampida migratoria con destino a países sudamericanos que participaron en la misma.

En efecto, aquella operación de paz iniciada al alero del Capítulo VI de la Carta de la ONU logró disminuir temporalmente los niveles de violencia y reducir relativamente los niveles de vulnerabilidad de su ordenamiento político. Sin embargo, al igual que en otras partes del globo, no se obtuvo un resultado óptimo, de largo plazo ni esperanzador en cuanto a su estabilización post-conflicto. Podría sostenerse que la operación de paz, MINUSTAH, constituyó uno de los desafíos más relevantes que tuvo la ONU durante los años que duró.

Poner fin a una misión de paz es uno de los momentos más sensibles tanto para el organismo patrocinante y mandante -en este caso la ONU- como para los países directamente involucrados. En la práctica no existe una misión de imposición de la paz que haya resultado plenamente exitosa en términos de generar un gobierno con capacidades gubernativas dotado de instituciones hábiles para un proceso sólido de gobernanza. Haití no es la excepción.

Al igual que prácticamente todos los estados intervenidos, la parte occidental de la antigua Hispaniola, no consiguió, al concluir la MINUSTAH, exhibir datos que permitan hablar de éxito. El país, tras sufrir el azote de gobiernos que alentaron la creación de milicias armadas paralelas a las FFAA y policía, sigue siendo tal cual fue pre-MINUSTAH;
un estado fallido, con autoridades vulnerables, con instituciones en estado anárquico y bajo el dominio de bandas dedicadas al crimen organizado que, entre otros, han provocado un éxodo migratorio de enormes dimensiones. Todo esto aparte del drama humanitario que siempre acompaña tales situaciones y que en el caso haitiano se ha visto agravado por tres desastres naturales, un terremoto y dos huracanes.

Por esta razón, la ONU y países participantes de la MINUSTAH se vieron enfrentados en 2018, al dar por concluida la misión, a una circunstancia política y moral de enorme envergadura, una intríngulis burocrática presente en prácticamente todas las misiones de paz de los últimos 25 años, en orden a qué hacer si una violencia inconmensurable sobrevive a la intervención, haya o no un genocidio de por medio. Es el síndrome Rwanda/Srebrenica.

Los países pobres suelen exportar personas, solía decir el Premio Nobel de Economía, Gary Becker. En el caso haitiano son ya mucho más de 4 millones los que se han dirigido a EEUU, Canadá, y en tiempos recientes de manera mayoritaria hacia países sudamericanos. ¿Qué lleva a estos haitianos a abandonar su tierra de manera tan masiva y dirigirse ahora hacia América del Sur?

Claramente no se trata de un movimiento signado por un llamado étnico. Hasta ahora no había comunidades haitianas en estos países. Si fuera por cuestiones étnicas, los haitianos emigrarían hacia países centroafricanos, Benin, Togo, Burkina Faso y otros, desde donde vinieron masivamente sus antepasados de manera obligada para labores de esclavitud, tras el descubrimiento de la isla por parte de Colón en 1492.

Tampoco son como los judíos buscando un hogar seguro tras un holocausto. Diversas
señales apuntan a que tampoco emigran para transformarse en millonarios ni alcanzar niveles soñados de opulencia como tampoco en procura de grandes objetivos profesionales. Lisa y llanamente, procuran no morir asesinados, no sucumbir a las miles de plagas que los azotan, no perecer en las montañas de basura de diverso tipo que se acumulan por doquier. La huida tiene móviles sociales y económicos claros y concretos. Huyen de un «estado fallido». Este es un terminus tecnicus de las relaciones internacionales surgido con el discurso globalizador de los años 90, cuando la dinámica excluyente entre los países desarrollados y los del Tercer Mundo era cada vez más evidente y se puso en boga examinar las causas por las que ciertos países exhibían una clara deficiencia en las funciones de proveer bienestar a su población, poniendo
además en riesgo la seguridad internacional. En la misma línea, Mancero Garcia lo asocia a la idea de una amenaza que trasciende fronteras (MANCERO GARCIA, 2018, p. 42-43) y, por lo tanto, se expresa tanto ad intra como ad extra del Estado en cuestión.

En general, toda la literatura comparada de los estudios internacionales enfatiza aquel aspecto central, cual es la incapacidad de ciertos Estados de controlar el monopolio de la fuerza y de actuar eficazmente a la hora de proveer a su población de los bienes públicos imprescindibles, por lo que para superar tal condición, deben obtener ayuda internacional (HELMANN; RATNER, 1992, p. 3). Algunos diccionarios especializados también lo incluyen. Allí se indica, por ejemplo, que ciertos Estados caen en una situación de ruptura del orden, los servicios básicos y de la ley y que la violencia que trae consigo va acompañada de conflictos étnicos, religiosos o nacionalistas, destacando que se ha hecho más visible
desde el fin de la Guerra Fría (EVANS, 1998, p. 167). Fukuyama prefiere conceptualizarlos como estados débiles, pues lo relaciona con el de nation-building, asumiendo que las naciones son susceptibles de fortalecerse mediante políticas específicas (idem:175-178). Huntington, por su lado, entiende estos Estados como pre-modernos, basados en estructuras tribales y por ende carentes de conciencia cívica. No en vano, sostiene, la diferencia política más importante entre los países en general se refiere no a su forma de gobierno, sino al grado de gobierno con que cuentan y agrega que países con déficit de comunidades políticas terminan con gobiernos frágiles de base policial (HUNTINGTON,
2006, p. 13-15).

En otras disciplinas no existe consenso acerca de las particularidades de este concepto y lo ven algo ambiguo, sin valor jurídico, pues su utilización generalizada serviría muchas veces para catalogar realidades no necesariamente parecidas. Aquí, enmarcados en el ámbito de las relaciones internacionales, entenderemos por estados fallidos aquellos donde no ha logrado construirse una comunidad política basada en dos principios políticos fundamentales, el consensus juris y utilitatis communio. Es decir, nos referimos con esta noción a una comunidad incapaz de dar respuestas a el cómo y al para qué se debe organizar políticamente. El supuesto esencial aquí es que la ausencia de una comunidad política, basada en los principios citados, lleva a la fugacidad de todas las formas de
autoridad y por ende a excesos -a ratos indescriptibles- de caos, violencia, arbitrio, descontrol y presencia masiva de grupos criminales.

La ausencia de una comunidad de tales características implica que una determinada sociedad no ha dado pasos esenciales rumbo a la modernización. Otro supuesto,
derivado del anterior, es que en ninguna sociedad el poder desaparece ni se difumina por completo, ya que siempre es ejercitado por alguien que manipula de facto la violencia. Por lo tanto, la cuestión central es que, si no se dispone de los dos principios citados -el cómo y el para qué-, la autoridad nominal se torna superflua y accesoria al ejercicio del poder al no estar en condiciones de hacer valer sus potestades. Por eso, el rasgo distintivo de un estado fallido es la carencia de institucionalidad consistente y reconocible, capaz de representar a la más alta autoridad política ad intra y ad extra, es decir ante los
habitantes propios y ante los demás países.

El problema de los estados fallidos es susceptible de cierto desglose. No todos los estados
fallidos presentan las mismas falencias ni con la misma intensidad.

Por un lado, podrían ubicarse aquellos cuya condición de fallido irrumpe de improviso, provocando una crisis generalizada en su interior, pudiendo identificarse el momento en que se inicia la descomposición de la autoridad, ya que se trata de una situación que suele ir acompañada de una evidente incapacidad para evitar baños de sangre y desbordes. Ante tal coyuntura crítica, el entorno geopolítico reacciona; son los casos de Bosnia (1995/2002), Chipre (1964-1974 a la fecha), Egipto y Gaza (1956/1967 y 1973/1979), Timor Leste (2006/2012) entre otras.

El recrudecimiento de los disturbios en Haití pone en guardia a ...Por otro lado, están los países que padecen de fragilidad institucional y debilidad crónica en el ejercicio de la autoridad, con crisis si bien cíclicas marcadas por brotes de descontrol absoluto, pero que insertos en una debilidad crónica, pueden a veces evitar genocidios con ayuda externa, mas les resulta imposible abandonar esa condición endémica. Son los casos de Haití, Malí, Darfur, Sudán, Congo, etc.

Haití, con 33 golpes de estado en sus poco más de 200 años de historia como país independiente, es un caso paradigmático de una debilidad institucional en estado crónico. Allí no existen ni el consensus juris ni el utilitatis communio. Por ello no debe extrañar que desde los 90, la ONU haya reaccionado en varias oportunidades con diversas misiones de paz: UNMIH (1993-1996), UNSMIH (1996-1997), (UNTMIH (1997-2000). Esta última fue para dar vida institucional y operativa a un cuerpo policial pues se pensó que superando la debilidad policial se podía revertir el problema. Esta misión se transformó al año siguiente en la Misión Policial Civil de Naciones Unidas (United Nations Civilian Police Mission, MIPONUH), recalcando el carácter acotado.

Por razones diversas -del que no está exento el platonicismo del multilateralismo- ninguna de estas operaciones apuntó a los asuntos medulares de la seguridad en Haití. La idea de que el problema era más complejo y profundo demoró en constatarse. Un hito en esa
dirección fue el bienio 1993 y 1994, ambos especialmente sangrientos. EEUU intervino con tropas a petición de la ONU (Resolución 940) para apoyar a la UNMIH en una misión breve, denominada Uphold Democracy que repuso en el gobierno al entonces Presidente Aristide, cuyas características se discuten ut infra. Uphold Democracy, que contó con el apoyo de tres fragatas argentinas, fue reducida considerablemente en tamaño en 1995, tras la celebración de comicios presidenciales pasando a denominarse Nuevos Horizontes muy acotada a labores de apoyo y con el firme propósito de finalizarla a más tardar el 2000.

Como nunca se aceptó que se trataba de un estado fallido y que una misión acotada sólo tendría éxito parcial, el destino puso nuevamente las cosas en el lugar que la historia de Haití señala y el 2004, una incontenible ola de violencia se apoderó del país. Esta vez el violento re-brote ocurrió en el norte, pero se extendió rápidamente obligando al presidente Aristide a salir al exilio. Este había obtenido la reelección en unos disputados comicios el año 2000 (supervisados por soldados de la operación Nuevos
Horizontes). Su victoria fue resistida y diversas bandas armadas empezaron a deambular por el territorio de la isla provocando matanzas de civiles y poniendo en jaque al reelecto mandatario.

Para impedir un genocidio, EEUU, junto a tropas canadienses, francesas y chilenas, intervino a la cabeza de una misión de emergencia autorizada por la ONU bajo el capítulo VII, es decir para imponer la paz. Apenas logrado el control militar del país, ésta se transformó en MINUSTAH. Por primera vez, la ONU había decidido actuar de manera más integral en Haití.

La MINUSTAH fue por años una especie de joya de la corona de estas misiones. Se le veía exitosa. Se redujo sustancialmente la violencia, se lograron celebrar sucesivos comicios generales y, a pesar de sus vaivenes, los gobiernos elegidos parecían estar interesados en ir fortaleciendo las instituciones. Los países integrantes manifestaron paulatinamente su deseo de no seguir enviando tropas. Al final de cuentas, varios gobiernos comprometidos estimaban que Puerto Príncipe no era necesariamente más violenta que Tegucigalpa, Caracas u otras ciudades de la región, y que era necesario finalizarla.

Investigación denuncia que militares chilenos violaron y ...Habiendo llegado la MINUSTAH a un momento conclusivo, cabe preguntarse acerca de los
justificados temores en la ONU de que la violencia rebrote en el momento más inesperado. ¿Por qué serían justificados tales temores?. ¿Podría efectivamente agravarse la situación interna?. Se trata de preguntas claves para visualizar tendencias. Las respuestas apuntan a un sí categórico y tienen fundamento en la propia historia haitiana.

Por cierto no es posible establecer una fecha exacta de cuándo parte este estado crónico de debilidad institucional. Sin embargo, los antecedentes indican que la profundidad histórica de las luchas fratricidas -tan sangrientas- se remontan al mismo pasado colonial y a los momentos post-Independencia.

En efecto, desde que comenzaron a instalarse en toda la isla ingenios azucareros, arribó una cantidad indeterminada de africanos traídos algunos para ser distribuidos a los puntos más imperiosos del Caribe y del continente, y otros para ser empleados como mano de obra esclava tanto por españoles y franceses como por ingleses en la Hispaniola. La convivencia entre estos esclavos, y entre éstos y sus esclavizadores, así como también entre éstos últimos por la posesión de esclavos, nunca fue pacífica.

En agosto de 1791, una rebelión esclava, dirigida por Dutty Boukmann y Georges Biassou, desembocó en una lucha de todos contra todos, que culminó en 1804 con la victoria de grupos de exesclavos dirigidos por Toussaint L´Ouverture, quien se impuso incluso al ejército francés napoleónico.

Pese a la relativamente desarrollada conciencia nacional de L´Ouverture y los suyos, expresada en su apoyo material a Simón Bolívar entre otros, las luchas intestinas amainaron, mas no cesaron. A poco andar, el recién independizado país se dividió en un imperio racialmente negro en el norte de la isla y una república mulata en el sur.

El Presidente, Jean Pierre Boyer a fines de 1921 logró reunificar Haití y avanzar con sus tropas hacia el oriente de la isla que permanecía en poder de los españoles, expulsándolos y proclamando el fin de la esclavitud en la zona oriental. Sin embargo, pocos años más tarde, aquella antigua zona española de la isla, donde predominaban los mulatos, se emancipó y proclamó la República Dominicana, dando un nuevo comienzo a severas disputas intestinas a lo largo del siglo 19 con acusaciones múltiples sobre las razones de la derrota ante los mulatos de oriente que hablaban español. Dichos enfrentamientos domésticos dieron pie a un largo proceso de vaciamiento de las arcas fiscales por parte de presidentes corruptos, como Faustin Soulouque, auto-proclamado emperador y creador de la “nobleza haitiana”, a la vez que contribuyeron a inocular una falta de sentido de la realidad y las proporciones en las elites haitianas de la época.

El Haití épico de Toussaint L´Overture -quien le diera poder identificador como nación- fue derivando en una economía pauperizada y en formas políticas de opereta. Este somero
recuento apoya la premisa esencial de que las características de un estado fallido se divisan muy temprano en la historia haitiana.

El siglo 20 no hizo sino acentuar dicha tendencia. En 1957, se hizo con el poder Francois
Duvalier, un corrupto médico rural conocido como Papa doc, que introdujo dos elementos
extraordinariamente nocivos. Elevó a rango de religión oficial las envolventes prácticas ancestrales del vudú y creó una sanguinaria milicia, paralela a las FFAA y la policía, subordinada personalmente a él, los tonton macoute, con lo que se inauguró un período extraordinariamente represivo. Desde entonces, las milicias personales de hombres fuertes de Haití pasaron a ser consideradas instrumentos de poder.

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Su plataforma electoral en 1957 se basó en promover una suerte de nacionalismo negro similar a la idea africana vigente en la época (la negritude), lo que unido a su benevolencia con pacientes e investigaciones sobre el paludismo, le granjearon popularidad. Ya en el poder, se declaró como la encarnación del temible Barón Samedi, el dios de la muerte del panteón vudú, y comenzó con la extraña costumbre de realizar ritos de dicho culto durante las reuniones de gabinete lo que terminó por generar un sistema de gobierno peculiar, único en el mundo (AGUIRRE, 2014, p. 306). A su muerte en 1971, le sucedió su hijo Jean-Claude, con apenas 19 años y el apodo de Baby doc, quien se evidenció como absolutamente inepto para ejercer las tareas de gobierno y huyó del país en 1986, dejándolo sumido en una profunda crisis, marcada por golpes de estado, algunos exitosos y otros fallidos, unos dirigidos por altos y otros por bajos oficiales, tanto de la policía o las FFAA como de los tonton macoute.

Esto significa que el Haití que hoy conocemos no se puede disociar de la figura hechicera de Papa doc. En 1991, Haití centró la atención mediática de muchos países por un hecho inesperado. Tras la citada sucesión de golpes de estado, asonadas, miseria extrema y caos, atribuidos a Duvalier, los haitianos eligieron por primera vez de manera democrática a su primer presidente, y fue con una victoria muy amplia. Se trataba de Jean-Bertrand Aristide, un sacerdote salesiano, conocido en las barriadas más pobres del país como Titide, quien a la cabeza del movimiento Fanmi Lavalas, se propuso transformaciones sociales profundas, al menos en lo retórico. Sin embargo, pese a su histórica victoria,
no duró en el poder ni 7 meses. Tal como había sucedido en el pasado, el Ejército derrocó a Aristide e instauró un gobierno militar.

Luego de nuevos conatos y rebeliones militares, Aristide recuperó el poder gracias a una fuerte presión internacional y a la ayuda militar de Estados Unidos (misión Uphold democracy, señalada ut supra), tomando Aristide entonces una decisión radical, la eliminación de las Fuerzas Armadas. Se trató de una decisión alabada por gran parte de la opinión pública internacional de entonces, que erróneamente se confió en que no habría más retrocesos. Sin embargo, tendría un lamentable efecto años más tarde, cuando la anarquía total se volvió a apoderar del país, justo en momentos que culminaba la presencia militar estadounidense a fines de 1999 (Operaciones Uphold Democracy y New Horizons).

De improviso, el Estado no tuvo medios para imponer la autoridad. Con ello, los baños de sangre se volvieron a apoderar de Haití. Un elemento altamente perturbador introducido por Aristide al momento de ser elegido fue la opción de imitar a Duvalier creando su propia milicia, llamada Chimére (chicos malos, en creole), tan irregular y feroz como los tontons macoute. Los chimeres practicaron toda clase arbitrariedades, incluidos asesinatos, para sostener en el poder al sacerdote. Al debilitarse Aristide, los chimeres se
atomizaron, entonces éste resolvió pactar con muchas pandillas que dominaban las ciudades y pueblos del país, las cuales le ayudaron mantenerse en el poder. Por ello, el Haití que hoy conocemos, tampoco se puede disociar de la figura de Titide.

Interesante resulta escudriñar a torno a una especie de etiología común entre Duvalier y Aristide. Aparentemente figuras de opereta, pero especialmente hombres fuertes, dispuestos a todo para alcanzar el poder, hábiles a la hora de introducir elementos envolventes -el vudú en el caso del primero, una versión primitiva del catolicismo, en el segundo-, capaces de hablarle al más sencillo de los habitantes de su pueblo (sea como brujo vudú o como sacerdote), con poderoso instinto para captar las fuerzas internas y externas que influían en el devenir del país (alianza con EEUU el primero, con Cuba y
segmentos jesuíticos y salesianos del catolicismo mundial, el segundo), desconfianza total en la institucionalidad vigente (asumiendo su extraordinaria precariedad), creación de sangrientas milicias para ejercer su autoridad personal y, finalmente, gestión de un sistema que, mirado desde fuera, pareciera no tener límites para el deterioro.

Aunque Duvalier era percibido como más cruel que Aristide, ninguno de los dos vio a su pueblo ni siquiera como una “gleba gloriosa” o “chusma querida”, como en otros lugares y tiempos en América Latina, sino simplemente como una masa cuasi inerte a ser mantenida en estado paupérrimo para proceder a la expoliación de las escasas arcas fiscales.

Como se señala ad supra, tras la enérgica y rápida intervención de EEUU, Francia, Canadá y Chile, la ONU logró dar vida a la MINUSTAH, en la cual finalmente participaron países de todos los continentes, consiguiendo un mínimo de estabilidad e inaugurando la llamada era post-Aristide. Las variadas vicisitudes ocurridas durante la intervención de MINUSTAH, su inusual extensión, y la propia actitud del gobierno de Haití respecto a la misma, llevaron a varios países, especialmente los latinoamericanos a anunciar su paulatino retiro de la misión. A ello debe añadirse el alto costo que estaba significando: US$ 346 millones al año.

Este excursus histórico nos permite comprender las razones por las que en abril de 2017, la ONU resolvió darla por concluida, pues se entendió que los propósitos iniciales fueron relativamente cumplidos: estabilizar el país, pacificar y desarmar grupos pandilleros, promoción de elecciones libres y fomento del desarrollo institucional.

Mas ello ha ocurrido sólo en las formas, y muy parcialmente, pues la evidencia sustantiva es que Haití, pese a la intervención, se percibe como un Estado proclive a una conducta evasiva a la hora de asumir sus responsabilidades de auto-conducción.

Por ejemplo, la Constitución haitiana rige desde el 28 de abril de 1987, y según ella el país tiene un régimen presidencialista elegido cada cinco años con un parlamento bicameral, pero el Indice de Democracia que elabora The Economist (2017) ubica al país en el lugar en 115 de 167 en calidad de la misma. Igualmente, para la revista Foreign Policy (HELMAN; RATNER, 1992), Haití es un estado fallido, con una élite incapaz de ordenar las actividades públicas, hacer cumplir la ley. El paupérrimo nivel cultural de la sociedad le impide a los haitianos valorar y asumir proactivamente los esfuerzos
externos para construir institucionalidad. La ONU asume que la realidad general del país muestra un panorama desolador, con tendencias iterativas a la pobreza, violencia, crimen, corrupción, caos y, últimamente, migración.

Aquí se entra de lleno al imperativo moral de la ONU. ¿Qué hacer con Haití?. Es el síndrome Rwanda/Srebrenica.

El espectro de lo ocurrido en situaciones en las acotadas misiones anteriores, llevó a la ONU a cambiar su involucramiento de apoyo, reemplazando la MINUSTAH por una misión más específica, llamada Misión de Apoyo a la Justicia en Haití (MINUJUSTH), la cual expiró en 2019. Esta se centró en reforzar el sistema judicial del país y ofrecer asistencia en la generación de una policía efectiva, reconocida y duradera. Es decir, salir, sin salir.

El establecimiento de esta nueva misión vino a ratificar la preocupación generalizada en la ONU y otras instancias multilaterales respecto a la citada imposibilidad crónica que demuestra Haití en instalar un gobierno con mínimas capacidades.

Tras la MINUSTAH ha quedado demostrada la carencia total de ascesis institucional reinante en el país, de rigor para el ejercicio de la autoridad. Ni hablar de mecanismos elaborados de gobernanza.

En síntesis, la MINUJUSTH tendrá una duración inicial de dos años y fue establecida mediante las resoluciones 2350 y 2410. Prevé la formación de 7 cuerpos o unidades exclusivamente policiales, que tendrán 980 empleados y 295 oficiales. En su capítulo 18 de la 2350 se incluye el eventual uso de la fuerza, asunto que fue largamente discutido en el Consejo de Seguridad dado que precisamente toca un punto que debiera marcar la diferencia en su naturaleza respecto a la MINUSTAH. Sin embargo, el nacimiento de la MINUJUSTH es algo a contrapelo de las opiniones del actual gobierno en Puerto
Príncipe que pidió, por ejemplo, que esta nueva misión de la ONU cubra cuestiones operativas sólo en clave de cooperación con las autoridades haitianas. Ello pone necesariamente un signo de interrogación acerca del devenir.

La inconexión entre la MINUJUSTH y el gobierno se da en tres asuntos esenciales, como son un acuerdo sobre la duración de la nueva Misión, la convergencia con el llamado Plan Estratégico de la Policía Nacional Haitiana (y la de la posibilidad de crear una fuerza armada estable), y los Planes de Salud (especialmente los relativos al combate al cólera). Además, la MINUJUSTH se gestó también a contrapelo de lo que piensan varios países latinoamericanos que habían participado en la MINUSTAH.

Casi todos solicitaron un mayor involucramiento en el combate al cólera, Uruguay objetó la idea del gobierno haitiano de volver a crear una FFAA, Bolivia objetó que la MINJUSTH se organice al amparo del capítulo VII. Ello añade otro signo de interrogación hacia el futuro.

Por lo tanto, la MINUJUSTH no es otra cosa que una decisión de la ONU, especialmente ante sí, de quedar satisfecha con la cuestión moral de “hacer algo” ante una posible nueva tragedia humanitaria en el país; es el señalado síndrome de Rwanda/Srebrenica. Vale decir, al dar vida a MINUJUSTH se acepta que la misión anterior se agotó sin grandes resultados visibles pero a la vez se evita dejar abandonado al país intervenido; practicando un mimimum minimorum.

Por otro lado, lejos está de ser un hecho anodino que la MINUSTAH se convirtió con el paso del tiempo en un proyecto emblemático de los países latinoamericanos. La llegaron a ver como una iniciativa humanitaria efectivamente excepcional, de fuerte contenido regional en un contexto de intervención multilateral. Una suerte de cooperación modélica Sur-Sur.

Destacaron en ella varios núcleos de países comprometidos, como el llamado ABCU (Argentina, Brasil, Chile y Uruguay), lo que le dio una fuerza inusitada a la presencia sudamericana. Los cuatro países lograron una formidable articulación militar y diplomática a través de esta misión. Además, la presencia de ABCU llegó a ser vista incluso como un nicho donde compartir experiencias exitosas en materia de inserción militar en procesos de transición democrática.

Por eso, aparte de tareas militares de estabilización y mantenimiento de la paz, los cuatro países se involucraron fuertemente en otras, con contenido social, humanitario y económico, como fueron la construcción o reparación de infraestructura, apoyo en materias de salud y servicios básicos. Además, se hizo presente no sólo la ayuda a nivel de gobierno, sino de organizaciones caritativas, iglesias, ONGs y otras, alentadas por las autoridades respectivas.

Esto se hizo muy visible tras el desastre provocado por los huracanes Jeanne en 2004 y Matthew en 2016, así como tras las secuelas del terremoto de 2010. Se podría sostener que existe la percepción de que si bien la ayuda internacional general fue algo exigua,
ésta se compensó de alguna manera mediante el involucramiento humanitario de Argentina, Brasil, Uruguay y Chile.

La actividad paralela a la MINUSTAH de organizaciones como las ONGs Un Techo
para Haití, AméricaSolidaria y Viva Río, entre otras, fueron parte muy visible de este involucramiento. Sin embargo, un halo de discrepancia con las autoridades locales en la percepción de las bondades del modelo instaurado por la MINUSTAH se fue haciendo patente también en estas áreas.

Claramente, los últimos gobiernos haitianos no veían a la MINUSTAH como una panacea. La plaga de cólera introducida por soldados bengalíes de la MINUSTAH, (más violaciones protagonizadas por colaboradores de la ONG Oxfam) causaron dolor y molestia en las autoridades de Puerto Príncipe.

Empezaron a flotar en el aire las preguntas obvias, ¿prolongación, fin o reformulación?.
Inmerso en la atmósfera de abandonar el paternalismo, el nuevo gobierno haitiano, con Jovenel Moise como Presidente, dio un paso histórico al anunciar que se encuentra intentando un nuevo comienzo en materia de imposición del orden interno. Aparte de una policía, estrenaría ahora fuerzas armadas propias.

En la ONU, tal paso fue criticado por no considerarse una prioridad. Efectivamente, después de 22 años sin tener ejército nacional, el ministerio de Defensa abrió un
registro a hombres y mujeres de 18 a 25 años que deseen formar parte de éste, bajo un slogan que no dejaba espacio a dudas en cuando a objetivos, «Recuperar la soberanía nacional». Su función primordial, patrullar los mares y la frontera con República Dominicana para evitar el contrabando y colaborar en la mitigación de las consecuencias que tienen los desastres naturales. El nombre escogido para esta nueva institución: Fuerza de Defensa de Haití (FDH).

Según las previsiones gubernativas, la FDH contará en una primera etapa con 500 reclutas, un número muy reducido si se tiene en consideración que la MINUSTAH llegó a tener 2300 y que el país tiene casi 11 millones de habitantes aunque los efectivos policiales suman 15.000. Según los deseos del gobierno, se llegará a una cifra similar de militares.

En diversas oportunidades, el gobierno ha destacado que el restablecimiento de las Fuerzas Armadas es un derecho soberano y que la decisión administrativa fue relativamente fácil de adoptar, toda vez que ni Aristide ni los gobiernos posteriores incluyeron su desmantelamiento constitucional del país, por lo que éstas, nominalmente, han seguido existiendo.

Otro anuncio relevante es que el equipamiento inicial de la FDH procederá en gran medida de China, algo de Rusia y Brasil y en menor cuantía de Canadá. El entrenamiento estará a cargo de una unidad de ingenieros del ejército de Ecuador y será realizado de forma gradual tanto en Haití como en Ecuador.

Creadas al fragor de la Independencia a inicios del siglo 19 (la Fuerza Aérea en 1943), las
fuerzas armadas haitianas nunca tuvieron enfrentamientos militares reales, salvo escaramuzas contra exiliados que buscaban derrocar a Duvalier (Caso Isla de la Tortuga, 1982) y mantuvieron históricamente a Cuba, Jamaica y la República Dominicana como eventuales hipótesis de conflicto.

Por ello, históricamente, el ejército, al no disponer de capacidades militares elevadas, se orientó a cuestiones domésticas y representó un factor de cierto control interno. En un afán de mayor supervisión sobre éste, Papa doc decidió crear un grupo paramilitar llamado Voluntarios de la Seguridad Nacional (VSN) -nombre oficial de los tontons macoute– que, en términos operativos, estaba integrada al ejército.

Dada la cercanía de los tontons macoute con Papa doc, éstos fueron cooptando por dentro al ejército, hasta alcanzar un completo dominio sobre éste. Fue aquella fusión de ejército con VSN la que en la era post- Duvalier rompió toda disciplina interna y se dedicó a aterrorizar a la población, además de protagonizar múltiples asonadas y golpes de estado.

Como resultado, el ejército se terminó desmembrando en múltiples milicias seducidas por el crimen organizado. Pese a este pasado tenebroso, el Presidente Moise cree que ha llegado el momento de un nuevo comienzo.

El proceso ha sido lento hasta ahora, pero marcha hacia la pronta materialización efectiva. Ya en 2017 hubo una primera señal de querer actuar en esta línea, al decidir el gobierno haitiano la creación de una Unidad de Vigilancia Fronteriza -llamada Polifront- con 100 personas y con la perspectiva de llegar a 600. Previamente había habido otro anuncio, el que creó la Brigada de Lucha contra el Narcotráfico, también llamada Unidad AntiDrogas bajo la supervisión de la Policía Nacional.

En tanto, también existía desde 1930 la llamada Guardia Costera, la cual sin embargo, muchas veces estuvo en términos prácticos supeditada a la policía y a los tonton macouts.
Todo indica, y así lo ha hecho saber la ONU, que los problemas centrales de estas medidas son la falta de confianza societal en los cuerpos armados y la dificultad de que adquieran legitimidad, como paso previo a un estado de capacidades efectivas. Sucesivos escándalos han salpicado a miembros de la oficialidad policial; muchos han sido acusados de narcotráfico, secuestro y delitos contra los derechos humanos. De ahí las dudas. Hay demasiados antecedentes que avalan los temores que nuevamente el ejército pueda verse involucrado en actividades ilícitas como antaño. Además que necesariamente se
verá involucrado en la lucha contra el crimen organizado, lo que revivirá disputas graves con la policía y con la guardia costera.

Este es un asunto no menor, ya que el crimen organizado haitiano sufrió algunos cambios
durante los años de la MINUSTAH, en el sentido que cambiaron los ámbitos y tipo de delitos. Muchos de ellos se han globalizado, por lo que las dudas acerca de la necesidad de esta FDH tienen fundamento. Hasta ahora, el dendrítico panorama del crimen organizado en Haití tiene epicentro en la ciudad de Gonaives y está compuesto por numerosas bandas armadas que igualmente deambulan por el resto del país, destacando el ejército Caníbal, desprendido de los chimeres de Aristide.

Otra pandilla surgida al alero de los chimeres y vigente es el Frente de Resistencia Revolucionario de la Artibonite, dirigido por Butteur Métanyer y Milfort Ferdinand (‘Ti Will’). El primero era hermano de Amiot Métanyer, que fue asesinado por los chimeres y que era el verdadero líder del grupo.

En tanto, en la capital, está el Frente por el Fomento y el Progreso de Haití de Louis-Jodel
Chambelain, figura mítica del submundo delictivo haitiano, al que se han sumado exmilitares que huyeron especialmente a República Dominicana y que en los últimos años están regresando. Se trata de un grupo famoso en la isla por su lealtad hacia la familia Duvalier y por haber torturado o mutilado a partidarios de Aristide.

Otro grupo armado relevante está liderado por el ex jefe de la policía y ex senador, Guy Philippe, que también estaba exiliado y regresó. En 2000, éste había intentado infructuosamente derrocar a Aristide.

Finalmente, existen otras pandillas activas, principalmente en Puerto Príncipe, como ‘Ti Néné’ y Los Ramicos, ambas dotadas de armas medianas y rivales entre sí que no trepidaron en atacar aisladamente a tropas de la MINUSTAH.

Luego están los restos de las innumerables pandillas con las que Aristide pactó al atomizarse sus chimeres y que todavía existen, como Amaral, Tu-Pac, Bily, Labanye y Dread (Dred) Wilme. Fue tan profundo el nexo con estas pandillas, que muchos de sus seguidores hasta el día de hoy deambulan por sectores de Puerto Príncipe. Por ejemplo en la localidad de La Saline, donde Titide ejerció como cura, o en el peligroso sector de Martissant, que alguna vez estuviera controlado completamente por uno de sus
secuaces más sanguinarios y cercanos, Felix Bien-Aimé (conocido como Don Fe Fe).

La realidad actual, según versiones de soldados de MINUSTAH que participaron en patrullajes de la MINUSTAH, indica que muchas estas pandillas siguen operando con intensidad diversa y en ámbitos muy distintos, como tráfico de estupefacientes, asesinatos, contrabando de alimentos y armas, extorsiones, control de puestos de trabajo en los muelles y zonas cercanas a áreas de embarque o desembarque como Les Cayes, Grand’Anse, en la parte sur de la isla. También indican que la mayoría de estas pandillas disputan centímetro a centímetro las zonas más violentas de Puerto Príncipe como Bel
Air, Grand Ravine, Martissant, Croix-de-Bouquets y Carrefour.

Por otro lado, el crimen organizado también encuentra expresión en la trata de personas.
Especialmente fuerte estos últimos años es la disputa por el control de las rutas de migrantes que intentan salir del país. Rutas terrestres rumbo a República Dominicana, embarcaderos y puntos claves cercanos al aeropuerto de Puerto Príncipe, así como dentro del propio edificio del terminal aéreo. Aquí cobran relevancia las redes criminales hacia los países sudamericanos que participaron en la MINUSTAH y que constituye el elemento nuevo del crimen organizado en Haití.

En efecto, la activa presencia de los ABCU en la MINUSTAH generó una situación enteramente nueva, que terminó acercando imaginariamente a la sociedad haitiana con estos lejanos vecinos del continente. Que una cantidad no menor de cascos azules haya terminado adoptando niños haitianos reforzó esta percepción de benevolencia. Así, comenzó un inédito éxodo hacia el sur del continente.

Se podría sostener entonces que fueron tanto la fuerte disposición social de los soldados sudamericanos, como el papel de ONGs humanitarias de estos países, que voluntariamente se involucraron en tareas de mitigación, los elementos impensados y de alto impacto que nos señala Taleb (2014), los que emergieron como factor decisivo. Es el cisne negro de este involucramiento de la ONU lo que terminó abriendo ante los ojos de los haitianos un horizonte diferente a Quebec y EEUU; los destinos históricos de quienes deseaban migrar.

La procedencia de estos soldados benevolentes y la actitud de estas ONGs amistosas abrió horizontes quiméricos, novedosos para quienes soñaban con huir de la miseria extrema y el historial de violencia del país. Es decir, en estos años de MINUSTAH apareció una nueva posibilidad para escapar al fatal destino. Chile, Brasil y en menor medida Argentina y Uruguay se convirtieron en una suerte de nuevo El Dorado. Y fueron cientos de miles los haitianos que entregaron sus escasos recursos a bandas de trata de personas, las cuales asociadas con empresarios inescrupulosos y con las pandillas que aseguraban contactos con interesados y control de rutas, los ayudaron a trasladarse a estos cuatro países (ABCU) de manera absolutamente desproporcionada.

En el caso de Chile, fueron especialmente dos líneas aéreas, una chilena y otra haitiana, las que trasladaron al grueso de personas que, aprovechando la laxitud de las normas de ingreso al país, los transportaron en calidad de “turistas” hacia Santiago y desde ahí, literalmente, hasta los más diversos confines del país. Al parecer, estas aerolíneas tenían conexiones con diversas bandas de trata de personas, pues ambas disponían de agencias de viajes legales en Santiago y Puerto Príncipe y todo indican que tenían una suerte de pacto entre ellas para repartirse partes de este lucrativo mercado.

El flujo se hizo sostenido tras el terremoto de 2010 en Haití y hoy estos migrantes -que a
mediados de 2018 sumaban estimativamente 150 mil- se encuentran repartidos por todo el país, incluso en apartados villorrios rurales. En el caso de Santiago, viven principalmente en las comunas del norte de la capital, Quilicura, Recoleta e Independencia y en la occidental Estación Central.

Informes de prensa indican que las cartas de invitación o contratos de trabajo simulados para facilitar el ingreso estaban disponibles en el mercado negro en alrededor de US$ 3000. El flujo disminuyó drásticamente a mediados de 2018 con la adopción de visa de ingreso para ciudadanos haitianos y el llamado a regularizar su situación migratoria. Ello provocó la quiebra de LAW y la interrupción de los vuelos de las otras aerolíneas reduciendo a cero la llegada de haitianos hacia finales de septiembre de 2018.

Brasil en tanto, es junto a Chile, otro de los destinos preferidos. Hacia allí, el movimiento
migratorio comenzó antes y sólo en el lapso 2010-2015, ingresaron a territorio brasileño casi 70 mil haitianos. La gran mayoría ingresa por el estado de Acre siguiendo una ruta que los lleva desde Santo Domingo hasta Panamá –Quito-Puerto Maldonado (Perú) y de ahí a Basileia en el estado de Acre, el cual varias veces ha declarado alerta de emergencia social debido a las dificultades para atender la demanda por servicios sociales (NIETO, 2014, p. 7).

En el caso de Argentina, este destino ha aumentado desde que Chile decidió cerrar sus puertas al ingreso de haitianos. Incluso se ha observado que la Dirección Nacional de Migraciones argentina devuelve a Chile una considerable cantidad de individuos por haber ingresado desde territorio chileno sin la documentación requerida. De 221 ingresos en 2017, la cifra alcanzó 900 en el primer semestre de 2018.

En síntesis, las migraciones haitianas hacia los países de sudamericanos (ABCU) responden al patrón convencional del delito de tráfico de personas. Se trata de lucrar con la desesperación de individuos que huyen de las dramáticas condiciones locales. Con algunas bandas se pacta el traslado. Con otras se intenta conseguir empleos. Con otras, la obtención de vivienda o el acceso a servicios básicos.

Sería imposible disociar el crimen organizado, la corrupción y las migraciones descontroladas, especialmente hacia América del Sur, de la herencia de la MINUSTAH. Por cierto, estas lacras nunca fueron un componente de ésta, sino un sub-producto. Fue el cisne negro subyacente en esta misión de la ONU. Ciertamente, no estaba ni en las previsiones del Departamento de Operaciones de Paz de la ONU, ni de los países participantes.

Las misiones de paz, si bien no han podido sentar bases fundacionales en ningún lugar donde hayan intervenido, han demostrado ser útiles para coyunturas específicas de contención de violencia extrema o detener brotes de hechos extremadamente sangrientos. De paso, cada una de estas misiones termina generando necesariamente sub-productos, con frecuencia no necesariamente positivos, y que suelen desprenderse tanto de la platonicidad que alberga el multilateralismo como de la propia historia
del país intervenido. Haití es un buen ejemplo.

CARACTERIZACIÓN DEL ÉXODO HAITIANO HACIA CHILE

Como se ha señalado, la emigración es un fenómeno que ha acompañado a Haití desde siempre. Como suele ocurrir en muchos países que fueron colonias de potencias centrales, las emigraciones suelen tener como destino la potencia colonial. En el caso de Haití fue Francia. Sin embargo, históricamente visto, los flujos en esa dirección fueron muy acotados. Por razones de cercanía geográfica, los haitianos vieron en su horizonte básicamente tres países: República Dominicana, hacia donde se trasladaban temporalmente en épocas de cosecha, o de cierta bonanza económica, coyuntura
que muchos aprovechaban para quedarse allí definitivamente, Quebec en Canadá, que desde los años 60 ofrecía cupos limitados de recepción a personas con cierta formación técnica, y EEUU, principalmente
Miami.

Según estimaciones diversas la diáspora haitiana se componía históricamente -es decir hasta antes de producirse esta estampida hacia el sur del continente- de 600 mil individuos en EEUU, 460 mil en República Dominicana, 86 mil en Canadá, 60 mil en diversas otras islas del Caribe y 40 mil en Francia.

Como se señaló ut supra, la gran oleada migratoria haitiana hacia Chile comenzó a hacerse visible alrededor de 2013/2014. Cuatro factores confluyeron en que no exista una fecha exacta y se crease una situación migratoria de facto.

Primero, se trató de un movimiento poblacional inesperado y no fomentado por entidad alguna, ni pública ni privada; simplemente los haitianos comenzaron a hacerse presente en las ciudades y pueblos chilenos de manera masiva e intempestiva.

Segundo, los recién llegados lo hicieron usando las facilidades que otorgaba una normativa migratoria obsoleta, según la cual, bastaba con ingresar a territorio nacional por alguna vía, regular o irregular, incluso como turistas, para quedarse por plazo indefinido sin caer necesariamente en una situación de permanencia ilegal.

Tercero, los vacíos legales y facilidades extremas fueron utilizadas por bandas de traficantes de personas para trasladar subrepticiamente a cientos de miles de personas en general por vía aérea, principalmente desde Puerto Príncipe, cobrando aproximadamente US$ 3 mil por persona según coinciden personeros municipales y de iglesias que colaboran en tareas asistencialistas.

Cuarto, la actitud pasiva de las autoridades, junto a la relativamente rápida absorción de los recién llegados en el mercado laboral, en trabajos por lo general sin calificación y baja remuneración, ayudaron a darle fluidez a la llegada de haitianos a Chile.

Sin embargo, la confluencia de estos cuatro factores generó un ambiente societal de inquietud, pues se trataba de un fenómeno nuevo, evidentemente masivo y territorialmente muy extenso, pues abarcaba ciudades y pueblos desde el extremo norte al extremo sur, incluyendo los hasta entonces apacibles poblados y villorrios de la zona central. Todos se vieron de pronto literalmente inundados de inmigrantes afro-descendientes. Los habitantes de las comunas del norte de Santiago, como Recoleta,
Independencia, Huechuraba, Quilicura se encontraron de improviso desbordados por vecinos haitianos que ocuparon viviendas insalubres o levantaron estructuras improvisadas en sitios eriazos o, en el mejor de los casos, se instalaron a vivir en casas antiguas en condiciones de habitabilidad, que la memoria chilena ya había dejado atrás hace muchas décadas (sin servicios sanitarios, hacinamiento, precariedad
extrema). En las calles adyacentes a la Estación Central de ferrocarriles se aglomeraron cientos de haitianos como vendedores ambulantes.

La impasividad de las autoridades fue dando vida a una vasta red asistencial por parte de iglesias (católica y evangélicas) y de organizaciones caritativas, que iniciaron las primeras labores de ayuda social. Esta actitud constituye una importante señal en el sentido que el desfase cultural percibido por la sociedad chilena está lejos de ser motejado como aporofobia o como signo de racismo, lo que no significa ausencia completa de conductas de micro-violencia o de estigamatización verbal.

Por lo mismo, de esta situación se hicieron eco paulatinamente algunos medios de comunicación y rápidamente fueron trascendiendo hechos ignorados por la mayoría del país. Primero, que llegaban mayoritariamente por vía aérea utilizando líneas aéreas desconocidas en el mercado aeroportuario chileno, como Latin American Wings, Dynamic Airways, Mongolian Airlines, Sunrise Airways y otras, que operaban vuelos básicamente en horas nocturnas.

Durante 2016, las cifras estimativas que manejaban los medios de comunicación chilenos indicaban que cerca de 300 haitianos llegaban a diario a través del aeropuerto internacional de Santiago utilizando las aerolíneas mencionadas. Segundo, que
una buena cantidad lo hacía también por tierra tras fallidos períodos de prueba en otros países como Perú y Brasil. Tercero, los medios de comunicación se hicieron eco igualmente de sus deplorables condiciones de trabajo y en el caso de mujeres de casos de inserción obligada en redes de prostitución.

La falta de una posición oficial alimentó durante el cuatrienio 2014-2017 una elevada cantidad de rumores sobre la materia; incluso algunos de tipo conspirativo. Se comenzó a hablar de supuestos planes de ONGs internacionales para reasentar haitianos en diversos países con el fin de despoblarlo, del involucramiento de altos personeros en estos traslados nocturnos, del interés premeditado de sectores interesados en re-potenciar clases desposeídas chilenas con fines enteramente domésticos, etc.

Una característica muy relevante de esta problemática es que las comunidades haitianas en la diáspora exhiben dificultades evidentes para interactuar con las sociedades de los países receptores, algo que dan cuenta representantes de la diáspora como personeros municipales que trabajan en tareas asistencialistas.

Una singularidad que ancla en la condición objetiva de su proveniencia y se reproduce
de manera cuasi natural en el entorno de la diáspora misma. La citada condición habla de Haití como un país desgarrado internamente y aislado externamente, inclusive en el contexto de su micro-espacio caribeño, carente de elementos culturales comunes con las demás islas, y, desde luego con el resto del continente, algo especialmente notorio en la relación con la República Dominicana, país con el que comparte territorialmente la isla Hispaniola. Con esta ha desarrollado una relación especialmente tensa, a niveles de elites y de estratos bajos, existiendo en ambos fuerzas bastante elevadas de repulsión
recíproca. Por eso, es interesante el cuadro que genera una isla tan profundamente escindida. Luego, su élite ha disfrutado de contactos nada infrecuentes con Francia, la potencia colonial, pero no puede decirse lo mismo del resto de su población, que tiene una lengua propia -el creole- que si bien tiene origen en el francés no ofrece familiaridades que faciliten el contacto cultural ni con los dominicanos ni otras islas vecinas. El creole tampoco despierta interés en la población chilena más allá
de su aprendizaje en círculos acotados a los organismos encargados de facilitar las prestaciones sociales que requiere la diáspora.

Finalmente, Haití posee una religión propia de tipo totémico y animista -el vudú- carente de conexiones con el resto del mundo. Esto agudiza las particularidades culturales de sus habitantes y ha generado un sentimiento muy profundo de abandono, palpable de generación en generación y que se hace presente entre quienes han emigrado.

En consecuencia, en Chile las comunidades haitianas reflejan aquella característica que con fines operacionales se puede denominar asociatividad fragmentada. En ellas se aprecia la fuerza de liderazgos personalizados, muchas veces surgidos de manera espontánea o circunstancial y generada a partir de cuestiones coyunturales relacionadas básicamente con temas de subsistencia, de apoyos laborales y socorros recíprocos. Todo esto inserto en una dificultad mayor, cual es la percepción de su proyecto migratorio como una decisión individual con apoyo básicamente en entornos familiares. Se deben destacar como esfuerzos interesantes, tendientes a la mancomunidad, las tres experiencias de
radios que transmiten en castellano y creole (Konbit, Bezma y Vybrasion). Las tres de carácter semiendógeno pues cuentan con el apoyo de ONGs chilenas y puede asumirse que su impacto es relativo.

Las consultas en terreno, realizadas con migrantes haitianos y con asistentes de municipales o de ONGs, arrojan que todos destacan su arribo a un país que definen como seguro y con mayor nivel de desarrollo que Haití, más accesible para la migración que EEUU, Canadá o Francia, menos racista que EEUU o República Dominicana, y con más posibilidades que Brasil. También dejan entrever cierta disonancia entre las realidades encontradas y las expectativas, lo que apunta a decisiones de emigrar tomadas en contextos de distorsiones propias del rumor y la simple transferencia verbal de impresiones.

También, muchos hacen referencia a la sensación de soledad que tienen en territorio nacional lo que es atribuible a la dificultad de adaptarse a un sentido de amistad distinto; síntoma de distinción idiosincrática severa.

Puede sostenerse igualmente que esta caracterización que denominamos asociatividad
fragmentada se agudiza con la heterogeneidad de las agrupaciones. En efecto, investigaciones de campo y estudios del DEM coinciden en la identificación de algunos perfiles de inmigrantes haitianos que dejan en claro las dificultades de desarrollar una asociatividad espontánea. Son perfiles que alimentan microcosmos originados en una sociedad como la haitiana carentes de utilitatis communio y que fueron descritos ut supra.

El perfil «A» responde a individuos con la disponibilidad de recursos (dinero, contactos o familia) sea en Chile o en otro país receptor, especialmente EEUU, Canadá, o
Francia, y que por lo mismo, se plantea la posibilidad individual de re-emigrar. El perfil «B» con ciertas carencias respecto al «A» pero que busca permanecer aprovechando las posibilidades que ofrece Chile, y el perfil «C» muy precarizado, que por lo general se advierte en personas provenientes de sectores rurales de Haití, que han sufrido expulsiones desde la República Dominicana y son mirados con desdén por los individuos de perfiles anteriores. En ellos el sentimiento de abandono es especialmente marcado.

Una cantidad importante (tanto de inmigrantes como de asistentes municipales) dan cuenta asimismo de otros dos grupos y que el DEM no cuenta; uno está formado por los que indican que huyen por haber sido víctimas de brujería (zombies malignos) y otro huyendo de la criminalidad (víctimas de amenazas de muerte o extorsiones). Ambos conectan con las ideas comentadas.

Finalmente, una faceta relevante, algo desconocida y sobre la que se encuentra poca información consistente, es la utilización política de la inmigración haitiana en el país y que se advierte en algunos grupos que se esfuerzan por revertir la citada asociatividad fragmentada creando interés comunitario por cuestiones de contingencia social. Estas versiones, si bien aisladas, hablan del interés en fomentar la presión sobre el aparato público y adoptar actitudes de mayor involucramiento en la exigencia de demandas.

¿INTEGRACIÓN, ABSORCIÓN, ACEPTACIÓN O ASIMILACIÓN DE LOS HAITIANOS?

Tras el planteamiento general de las migraciones y habiendo realizado una aproximación a la situación doméstica haitiana, corresponde abordar una cuestión central, referida a la reacción del Estado y de la sociedad chilena. Conforme con la caracterización de los flujos migratorios haitianos, corresponde abordarla desde la lógica interrogativa y focalizada en cuestiones que necesariamente están concatenadas entre sí y vinculadas a la problematización precedente.

¿Cuál son las perspectivas de la diáspora haitiana en Chile?, ¿se trata de un flujo intermitente y que se instalará definitivamente en suelo nacional?, ¿cuáles son las posibilidades reales de una efectiva integración?, ¿es posible visualizar si una efectiva integración comprenderá una o dos generaciones?, ¿cuál es la capacidad de los servicios públicos para absorber las demandas de estos flujos?, ¿desea la sociedad chilena efectivamente que el elemento haitiano pase a formar parte y de manera definitiva de
su idiosincrasia, tal como lo fueron las oleadas anteriores oleadas de inmigrantes verbigracia alemanes, croatas, judíos y palestinos, los españoles republicanos y otros?, ¿qué niveles de socialización puede llegar a tener esta masa de recién llegados cuyo bagaje cultural es objetivamente inferior al de anteriores oleadas inmigratorias?, ¿cuáles serán los efectos culturales de corto, mediano y largo plazo, si esta masa inmigrante decide no regresar a Haití y se establece definitivamente en el país?, ¿dada la inexistencia de llegadas previas al país de inmigrantes afro-descendientes y conocidas las experiencias comparadas en el mundo, es posible advertir tendencias xenofóbicas peligrosas?, ¿hay antecedentes que permitan plantearse la hipótesis que estas comunidades instaladas en suelo nacional tengan un desarrollo endogámico?, ¿cuáles serían los aportes que pueden hacer estas comunidades haitianas al desarrollo ulterior del país?, ¿o constituyen, por el contrario, una carga con horizonte indefinido a los servicios básicos provistos por el aparato público?

Este conjunto de interrogantes, cuya respuesta no es sencilla ni menos definitiva, ayudan a poner en contexto la actitud gubernativa, y de las elites, hacia el fenómeno inmigratorio. Un contexto que apunta a definiciones mayores acerca del futuro del país, no sólo en cuanto a modelo económico, sino al rumbo estratégico como nación. Se trata de dos definiciones sustantivas. Si el modelo económico se estanca, la prosperidad general del país decae y los flujos migratorios se detienen o revierten. Y si el país no se ve a sí mismo como una nación, el decurso ulterior tendrá consecuencias no previstas. Con toda probabilidad nefastas. Las naciones son ante todo conjuntos de personas dotadas de una idea identitaria común, basada en una evolución distintiva, idiosincrasia, tradiciones, trayectoria política y cultural y aditamentos que le dan singularidad en el contexto internacional. Si ello no fuera así, los  países serían meras designaciones geográficas.

La reacción del gobierno, tomada en 2018, en orden a exigir visa de ingreso a los ciudadanos haitianos, ofrecer facilidades materiales de retorno a quienes no se sienten satisfechos con la decisión de estar en Chile, regularizar a quienes optan por quedarse y enviar al Congreso Nacional un proyecto de ley que modernice todos los aspectos migratorios, constituye un paso hacia el ordenamiento de esta problemática en términos generales. Sin embargo, tácitamente, dicha reacción admite que el país se encontraba ante una situación de contingencia migratoria. Una contingencia con epicentro (aunque no
únicamente) en los inmigrantes haitianos, cuyo flujo era imprescindible detener, aunque fuese políticamente incorrecto atribuir la contingencia a uno o más grupos de migrantes en particular.

El hecho que prácticamente de forma simultánea se haya resuelto poner en vigor una visa
humanitaria para inmigrantes venezolanos, refuerza la hipótesis planteada.

Ahora bien, existen variados motivos para haber puesto la atención, aunque sea tácitamente, en la migración haitiana. Resulta innegable que esta masa inmigrante era (y es aún) la que plantea una diferenciación profunda con la arquitectura social, económica y cultural de Chile.

Por un lado, los datos socio-económicos de Haití apuntan a evidencias irrefutables en cuanto a vulnerabilidades como sociedad y a su calidad de fallido en tanto Estado. Por otro, la evolución histórico-cultural haitiana confirma un profundo desfase en su desarrollo respecto al existente entre países sudamericanos, dado que en aquel país no han tenido lugar acontecimientos vitales para entender y adentrarse en las vivencias modernas, que, de un modo u otro, han estado presentes en América del Sur y muy especialmente en Chile.

La fortaleza de expresiones religiosas totémicas y animistas previas al implante del catolicismo, como es el vudú, la ausencia de elementos productivos que demanden mano de obra calificada, la inexistencia de mínimos sistemas de escolaridad y de salud ponen a Haití en las antípodas de Chile, el nulo contacto con manifestaciones propias de la tecnología y la vida económica moderna, colocan a la creciente masa haitiana en un lugar excesivamente rezagado al interior de la sociedad y la economía chilenas. No en vano, al ser interrogados, tanto migrantes haitianos como chilenos que trabajan en asistencia al migrante, coinciden en señalar el interés de los primeros en vivenciar aspiraciones cosmopolitas.

Estas realidades, no sólo estaban tensionando (y lo siguen haciendo) al aparato público de un país receptor con posibilidades limitadas, como es Chile. El fracaso de políticas de integración, asimilación o absorción con comunidades como la descrita -es decir con un profundo desfase culturallleva casi por descarte a la creación de ghettos y a la proliferación de actos y conductas xenofóbicas en el resto de la sociedad.

Diversas encuestas e impresiones de medios de comunicación estiman que aproximadamente un poco más de la mitad de los chilenos considera que la inmigración aportaba a la diversidad y el resto coincide en el posible aumento de los problemas sociales. Los sectores más reticentes que identifica esta encuesta son las mujeres y los estratos socio-económicos más bajos.

A este respecto, se debe subrayar que desde los 90 en adelante, los horizontes de comparación internacional de Chile están situados en parámetros de referencia reconocidamente avanzados en el plano global: test de Pisa para sus escolares, el QS World University Ranking, el Times Higher Education World University Ranking y el Ranking de Shanghai para sus universidades, los criterios de Basilea para su banca, los estándares OCDE para sus políticas públicas, el Índice de Competitividad Global para su desarrollo económico, los estándares OTAN y Panamax en sus cuestiones de Defensa.
Esta evolución de Chile ha ido acompañada de una fuerte disminución de la pobreza y un aumento exponencial de los estratos medios de la sociedad.

Estos considerandos ponen en primer plano la imposibilidad del aparato público chileno de
proveer servicios y bienes en una lógica ad infinitum. La provisión de bienes a los inmigrantes haitianos -ubicados socialmente para cualquier efecto estadístico en el Chile del siglo 19 o inicios del 20- iba a padecer indefectiblemente lo que en la Grecia antigua se denominaba la paradoja de la flecha (arrow paradoxon), aquella que, como siempre hay un diferencial aritmético entre el lugar donde se encuentra y aquel adonde debe llegar, jamás arriba a destino final.

Si se tiene en consideración, además, que los países que mantienen inalterables sus lineamientos comparativos internacionales suelen ser altamente homogéneos y refractarios a las inmigraciones, como Japón, Corea del Sur, Finlandia o bien son abiertos a ellas, pero lo hacen bajo criterios rigurosamente selectivos, como lo son Canadá, Australia, Nueva Zelandia. Ningún país abierto a la inmigración lo hace a niveles que pongan en riesgo sus respectivos horizontes o lineamientos de comparación internacional.

La interrogante central, y no resuelta, que emerge es la forma en que el país receptor puede y debe abordar esta problemática, teniendo como telón de fondo las tendencias globalizadoras que caracterizan al país y dentro de las cuales, las migraciones son un punto central, sea porque las migraciones pueden ayudar a revertir las tendencias negativas en materia de natalidad que aquejan a la sociedad chilena o por razones de mercado (costo de mano de obra). El punto es cómo se evitan situaciones de grieta, sea en la forma de marginalización profunda, que Mark Leonard (2016) denomina bolsones de desarraigados, o de conflictividad permanente que en lenguaje huntingtoniano serían líneas de fractura. Un segundo punto, es cómo transformar su presencia en una contribución, sin que ello signifique un lastre a los servicios públicos ni un aumento de las segmentos más pauperizados de los habitantes de Chile.

ALGUNAS CONCLUSIONES

A) Chile se abrió de facto a las corrientes migratorias intra-latinoamericanas, especialmente a las provenientes desde Haití sin haber establecido previamente un marco regulatorio ni actualizada su legislación ni desarrollado una actitud vigilante de parte de las autoridades, como tampoco estudios acerca de las capacidades y características de absorción migratoria, lo cual terminó desatando una verdadera avalancha de extranjeros entre 2013 y 2018, y generando una presión inédita en los servicios públicos disponibles en materia de Salud, Educación y Vivienda.

B) La migración haitiana reúne características íntimamente asociadas a las vulnerabilidades primigenias de su origen, es decir en tanto Estado y sociedad, con sus derivadas (asociatividad fragmentada, desfase con las perspectivas nacionales, tensión al espíritu de hospitalidad), lo que junto a una percepción ciudadana de pasividad de las autoridades, contribuyó a generar en el país una sensación de línea de fractura.

C) La situación descrita provocó una contingencia migratoria, la que fue abordada por las
autoridades gubernativas en el transcurso de 2018, aplicando visas de ingreso y facilitando el retorno a Haití para quienes no sintiesen satisfacción con su permanencia en el país, lo cual, sin embargo, no constituye una solución definitiva y en consecuencia no impide que la población migratoria haitiana corra el riesgo de transformarse en una especie de clase étnicamente marginada (underclass).

D) El éxodo haitiano encuentra una de sus explicaciones fundamentales en la activa participación de Chile en la operación de paz conocida como MINUSTAH, la cual, tras años de intervención si bien pudo resolver algunas de las situaciones humanitarias más acuciosas (genocidios, asesinatos masivos, destrucción de infraestructuras) no consiguió revertir la falta de institucionalidad gubernativa ni el caos, generando un contacto social profundamente amistoso entre soldados y población local, lo que amplió el
espectro de posibilidades que tenía históricamente la población haitiana para emigrar. (NP)

*Iván Witker
1 *Cientista político, periodista por la Universidad de Chile, PhD por la Universidad Carlos IV de Praga República Checa, posdoc en CHDS National Defense University Washington DC, con larga trayectoria académica en universidades chilenas y extranjeras. Actualmente es profesor investigador de la Universidad Central de Chile y de la Academia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos de Chile (ANEPE). Líneas de investigación: Historia de las Relaciones Internacionales y Actores extra-hemisféricos en América Latina. Email:
ivan.witker@yahoo.de www.revista.ufrr.br/boca

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