La noche del 19 de noviembre marcará la fractura definitiva de un proyecto político cuyo rol fue fundamental para el desarrollo del país estas últimas tres décadas. Tal como ocurrió en otros lugares del mundo, las ideas del progresismo liberal se sumergieron en un profundo deterioro, a resultas no solo de la desidia y comodidad que trasuntó estar muchos años en el poder, sino muy especialmente por su incapacidad de dar una adecuada respuestas a nuevas y emergentes demandas ciudadanas; las que acompañadas de un profundo proceso de desafección hacia las bondades de la política y la democracia, dieron paso al protagonismo de posiciones más radicales, cuando no populistas, tanto de derecha como de izquierda.
En el proceso, la confusión y la perplejidad muchas veces nos llevaron por caminos que poco y nada tenían que ver con nuestras más básicas convicciones, donde la ansiedad por reconquistar la confianza ciudadana también nos impulsó a secundar variadas causas y consignas, sin necesariamente interrogarnos por su legitimidad, propósito o justicia. En los hechos, vaciamos de contenido nuestras palabras y acciones en el ámbito público, despojándolas de su profundo sentido político, al punto que tuvimos la temeraria pretensión de querer reinterpretar la historia, nuestra propia historia.
Y habiendo renegado de nuestras ideas del pasado, y ahora dilapidado las del presente, la pregunta es si también hipotecaremos las del futuro.
Para muchos, la pérdida del poder formal y el agravante de quizás no recuperarlo en el corto plazo, constituye una gran tragedia. Y sin duda lo es desde muchas dimensiones, aunque también se convierte en una invaluable oportunidad para volver a pensar en esas ideas, y en nosotros mismos, conectando con lo que resulta más esencial a la vocación pública: a saber, la capacidad para aglutinar voluntades en torno a políticos que contribuyan a que nos sintamos más orgullosos de nuestro país; y, quizás más importante aún, que el país vuelva a sentirse orgulloso de sus políticos.
Entonces, lo que debe venir ahora es el sinceramiento radical en el debate de la centro izquierda. Se acabó el espacio para los eufemismos, los cálculos pequeños o la inamovilidad que deriva de las inercias. Ser respetuoso con las ideas del otro, reconocer su legitimidad, valorar la diversidad, estar atentos a escuchar y ser generosos en la posibilidad de dejarse convencer o seducir, no es lo mismo a que estemos de acuerdo, tampoco nos hace parte de una comunidad política, y menos justifica convivir al interior de un proyecto en el cual se han diluido hasta los más básicos sentidos y convicciones colectivas; tanto en lo que atañe al fondo, como también a las formas.
Llegó el momento de discutir, quizás despedirnos de muchos, para luego intentar reconstruir.(La Tercera)
Jorge Navarrete