¿Francia olvidó a Camus?

¿Francia olvidó a Camus?

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Albert Camus es tal vez el intelectual francés del siglo XX que mejor sorteó -con integridad y coherencia ética y filosófica- las trampas que una polarización ideológica, en el contexto de la Guerra Fría, le interpuso en el camino a toda una generación. Era fácil perderse. Sartre es el ejemplo más palmario de ello: su silencio y complicidad con las atrocidades que ocurrían en los países tras la «cortina de hierro» le costaron caro a la larga. Nadie puede negar su contribución a la filosofía y a la literatura, pero su ceguera y su silencio ante el totalitarismo de Europa del Este impiden que su figura se agigante con el tiempo, que es lo que ocurre con Camus.

Para Camus, un muchacho francés nacido en Argelia, es decir, un hijo de la periferia en todo sentido y un intelectual con su corazón en la izquierda, era mucho más arduo saltar por encima de las legítimas rabias acumuladas por décadas de colonialismo francés. En su caso, parecía obvio y esperable que terminara justificando cualquier medio para enfrentarse a un Estado que había humillado a su patria de origen. Pero Camus nunca perdió el norte ni se dejó embaucar por los cantos de sirena de un maquiavelismo que adhería a «el fin justifica los medios». Camus, en su lúcido ensayo «El hombre rebelde», le da a la rebeldía humana (metafísica y política) un estatuto ontológico: «soy rebelde, por lo tanto soy». Pero con la misma convicción, desenmascara al terrorismo como una de las formas alienadas de la rebeldía humana. Para él, el terror como arma política es una de las formas del nihilismo contemporáneo ante el cual no hay que sucumbir.

En su obra de teatro «Los Justos» ejemplifica de manera muy vívida los duros debates al interior de una célula clandestina rusa cuyo objetivo era atentar contra un alto funcionario del zarismo a la entrada de un teatro. El joven, un muchacho lleno de ilusiones y deseo genuino de justicia, al ver que junto al zar, en la misma carroza, venían unos niños, los sobrinos, decide no lanzar la bomba. Camus habría hecho lo mismo. El terror es inaceptable ética y políticamente, venga de donde venga.

El siglo XX europeo es una larga temporada en el infierno del terror, un viaje al fondo de la noche. Por eso sorprende que el gobierno francés se haya equivocado tanto al justificar la no extradición del asesino de Jaime Guzmán diciendo que «el caso se refiere a la historia de Chile bajo la dictadura militar». En la década del 80, me tocó participar en la lucha contra el gremialismo en la Universidad Católica, sufrí como muchos de mi generación la prepotencia autoritaria de ese «gremialismo», del cual Guzmán era el mentor. Me encontré muchas veces con él a la entrada del Campus Oriente, viajaba en la misma micro en la que yo llegaba a la universidad y tuve la oportunidad una vez de decirle en la cara lo que pensaba de su maquiavelismo político, que buscaba darle soporte constitucional a una dictadura ominosa.

Guzmán era peatón igual que yo, y me sorprendió el tiempo que se dio para escucharme y rebatir mis argumentos. Pensé entonces: «tanta inteligencia y amabilidad y tanta ceguera ética y política». Jamás se me habría cruzado por la mente que había que asesinarlo. Fue un crimen brutal y cobarde, en democracia.

Si algo le debo a la cultura francesa en la que me formé es haberme presentado a Camus. Referentes éticos e intelectuales como él son fundamentales en tiempos donde la pasión ideológica puede enceguecernos alimentando un odio asesino, disfrazado de rebeldía legítima. Eso extravió a Palma Salamanca y al Partido Comunista chileno y a tantos otros en los 80. Y parece que hace tiempo ya no se lee a Camus en Francia, a pesar de que está más vigente que nunca.

Otras fuentes filosóficas («bancos de resentimiento», diría Sloterdijk) han envenenado y confundido a ciertos funcionarios de la Cancillería francesa. Un juego peligroso que hasta podría darles a sus «yihadistas» internos un piso teórico y moral. (El Mercurio)

Cristián Warnken

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