Entre 2015 y 2019, los ingresos laborales de los trabajadores en Chile crecieron a una tasa nominal de 7% por año: 1,8% por mayor empleo y 5,2% por remuneraciones. De haber continuado con ese ritmo, hoy habría 9,2 millones de trabajadores empleados. Desafortunadamente, la historia es diferente. El empleo cayó fuertemente a partir de fines de 2019 y, de acuerdo con las cifras del INE, actualmente hay poco más de 8 millones de personas empleadas. Así, entre fines de 2019 y 2021, los hogares habrán sufrido una pérdida acumulada de casi 50 mil millones de dólares en sus ingresos respecto de lo que hubiese sucedido sin crisis.
Pero la historia no termina aquí. Aunque vuelva la normalidad, los ingresos de los trabajadores continuarán siendo sustantivamente menores que los del escenario sin crisis. Si el empleo creciera a una (generosa) tasa de 5% por año en los próximos años para cerrar la brecha el 2025, quedan por lo menos otros 40 mil millones de dólares de ingreso laboral que se perderán entre 2022 y 2025 respecto de su tendencia original. Así, los ingresos laborales perdidos acumulados durante la crisis totalizarán la friolera de 90 mil millones de dólares.
Considerando la extensión del IFE, las transferencias directas a hogares en 2020 y 2021 alcanzarán a un tercio de esa pérdida. Un esfuerzo al límite de lo viable. Cuando la economía se enfrenta a un shock de esta magnitud, el apoyo a las familias es muy necesario. Pero la alquimia no existe, y la producción perdida no se recuperará. La política económica debe procurar que los costos no recaigan en exceso sobre algún grupo, y de una u otra manera, como consecuencia de mayor deuda, impuestos o menores transferencias en el futuro, todos —los que reciben apoyo y los que no— terminaremos pagando parte de la cuenta. El perro muerto aquí no existe.
Por eso, la idea de que las transferencias fiscales deben compensar la caída en los ingresos laborales de las personas, y que mientras dure la pandemia ellas deben mantenerse, es inviable. Peor aún, esta lógica no ofrece salida. La mejor demostración es la permanente amenaza de retiros previsionales como mecanismo de presión para mantenerlas. Los retiros han generado un altísimo costo institucional que hipoteca el objetivo de recuperar parte de lo perdido, aunque algunos insistan en celebrarlos.
La salida a este embrollo es con trabajo. No podemos evitar buena parte de los costos de la crisis, pero debemos apurar el tranco para minimizar las pérdidas futuras, promoviendo el empleo de quienes lo perdieron. Por ello, el próximo presupuesto debe volcarse por completo a la generación de empleo formal, eliminando las transferencias universales que contienen la semilla de su autodestrucción.(El Mercurio)
Sebastián Claro