La orientación cultural, social y moral de la sociedad chilena ha cambiado drásticamente en la última década. En ese mismo periodo, Michelle Bachelet llegaba a su segundo gobierno con bríos transformadores y la inclusión, por primera vez desde el retorno de la democracia, del Partido Comunista como parte de su gabinete.
A diferencia de su primer gobierno, donde el concepto ancla fue la protección social, su segunda administración llegó con un relato centrado en la corrección de la desigualdad, a partir del cual se formularon ambiciosas reformas estructurales: educacional, tributaria, electoral y laboral.
La apuesta fue hacer de La Moneda una caja de resonancia del clamor de la calle y de los movimientos sociales dirigidos por una vanguardia de dirigentes estudiantiles, muchos de los cuales dieron sus primeros pasos en la administración pública durante ese período. Luego, ellos volverían a la calle, que para entonces se había vuelto su suerte de hábitat natural, para desplegarse con toda la fuerza necesaria en contra del segundo gobierno de Sebastián Piñera.
En el estallido de 2019 es donde las ideas de la izquierda radical adquieren forma definitiva y alcanzan pleno despliegue. El logro no parece haber sido menor. La catarsis octubrista logró que un porcentaje mayoritario de la población validara la violencia como medio para la consecución de objetivos políticos, se horadaron los principios de autoridad y orden, y se antepuso el valor de la igualdad por sobre el de la libertad. ¿El resultado? Anomia, inestabilidad política e incertidumbre económica.
El proyecto constitucional de 2022, ya con Boric en el poder, no fue otra cosa que el intento por institucionalizar este giro izquierdista, iniciado durante el segundo gobierno de Bachelet. El país caminó por el borde de la cornisa, pero no estuvo disponible a dar el salto definitivo al vacío. La opción Rechazo se impuso, y con ello, comenzó la restauración de los valores erosionados por el octubrismo. La última encuesta del Centro de Estudios Públicos captura con nitidez este giro.
Si en 2014 solo un 27% de los encuestados mencionaba como prioridad el orden público y la seguridad, en 2025 esa cifra es de un 47%. A su vez, si en 2014 tan solo un 24% consideraba el crecimiento económico como el tema más importante para la próxima década, en 2025 un 44% estima que es lo más relevante.
Por contrapartida, en 2014 un 55% de los consultados por el CEP declaraba que alcanzar mayor igualdad entre las personas era el tema más importante para los próximos diez años; hoy, en 2025, esa cifra es de solo un 32%. Y si en 2019, en plena fiebre octubrista, un 46% estaba de acuerdo con la afirmación de que “la obediencia y el respeto por la autoridad son los valores más importantes que los niños debieran aprender”, en 2025 esa cifra es de un 80%.
Además, no deja de ser paradójico que durante la administración del sector político que más ha abusado del concepto de “democratización” de todos los espacios, como lo ha hecho el Frente Amplio, el respaldo al régimen democrático por sobre cualquier otra forma de gobierno autoritaria haya llegado al nivel más bajo de los últimos 12 años, conforme a datos del CEP.
En síntesis. La promesa de una revolución sin costos, de una política sin ley y de una sociedad sin jerarquías provocó una gran resaca. El péndulo gira, pero no vuelve al mismo lugar. Lo que viene no es una mera restauración nostálgica, sino una demanda por más estabilidad y seguridad: menos épica refundacional y más responsabilidad.
La ciudadanía no ha abandonado los ideales de justicia, pero ha aprendido —a punta de porrazos— que sin orden no hay libertad, y sin libertad, ninguna igualdad vale la pena. (El Líbero)
Jorge Ramírez



