En la luna

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Nuestra nunca bien ponderada Convención ha decidido que en la Carta que se escribe quede inscrito que las relaciones exteriores preferentes lo deben ser con América Latina y el Caribe.

Innecesaria camisa de fuerza. ¿Por qué? Cortar voluntariamente con tijeras las relaciones exteriores de un país es una frivolidad o una necedad. Chile está en un contexto de la herencia del mundo ibérico que no se limita a América Latina y nadie pretende negarlo. Al mismo tiempo, ningún país del mundo puede ignorar que sus necesidades más apremiantes dependen tanto de su entorno como de un mundo que hoy por hoy es el globo en su totalidad. Surgimos del seno de la experiencia euroamericana y, de manera creciente, entre los siglos XX y XXI, el resto del mundo, según el caso, pasó a tener un peso específico en nuestra política exterior.

América Latina tuvo un espacio privilegiado, a pesar de que allí no se origina el centro de ideas, sentimientos, de la ciencia y de la economía global, que es lo que nos da vida. Incluso se podría decir que se empleó una cantidad desmedida de tiempo en los países vecinos, no porque no sean importantes —siempre lo deben ser—, sino por los problemas limítrofes. La separación entre ambas —relaciones con América Latina y con el resto del mundo— es una operación artificial, con su toque pueril. De lo mucho que se ha escrito y pensado sobre política exterior de Chile, recomiendo a los convencionales que hagan el esfuerzo de apenas revisar dos recientes publicaciones del Consejo Chileno para las Relaciones Internacionales (CCRI), 150 Años de Política Exterior de Chile, el primero, para conmemorar el sesquicentenario de la Cancillería, que se creó en 1871. Diversos especialistas colaboran en las muchas facetas envueltas en las relaciones internacionales de nuestro Chile, donde aparece la complejidad del entramado de nuestros vínculos crecientemente globales, y que su política exterior no se “fabricó” de la noche a la mañana. El segundo, Misión y Tributo, es una selección de las presentaciones ante el CCRI de chilenos y extranjeros en las últimas tres décadas; hombres y mujeres experimentados que deliberaban sobre los múltiples desafíos que no se dejan encasillar en un blanco-negro, ni usaban las anteojeras que tan livianamente se ordenan en una Carta.

Cuando en nuestra región se predica una “política latinoamericana” o se pretende representar los verdaderos intereses de la región, casi siempre ha sido la expresión de un caudillo o de un sistema ideológico en su sentido restringido. ¿Había que seguir a ciegas los intereses del continente según la receta del régimen de los Castro? ¿Dónde estaríamos? Más atrás, con un caudillo que impulsó no pocas ideas inteligentes, pero que estaban atadas fatalmente a un régimen parcial, tuvieron razón Gabriel González e incluso Carlos Ibáñez en ser escépticos del liderazgo de Perón. En estas páginas se criticó a Prosur, porque en vez de tener en cuenta que nuestros países en política giran constantemente entre izquierda y derecha, se pensó que una fórmula era permanente en vez de ser flor de un día.

Bajo intereses o política “latinoamericana” no pocas veces se ha enmascarado la ambición hegemónica de un caudillaje, y que sus ideas no salen de las aguas del Orinoco o del Río de la Plata, sino, como es lógico, de fórmulas de la política mundial —Morales, Chávez, Castro, se sentían y operaban como personajes globales— que fortalecen su liderato, pero no a la realidad multiforme de sus respectivos países y de sus posibilidades globales.

Supongo que todo esto es muy complejo para nuestros convencionales y uno no sabe qué entienden del mundo ni dónde están. Probablemente en la luna. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois

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