En contra y a favor de grandes empresas

En contra y a favor de grandes empresas

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La crítica y el recelo al poder económico tienen su figura totémica en el becerro de oro bíblico y adquieren fuerza política en la economía moderna. La colusión en nuestro país le ha regalado un arsenal interminable de argumentos al ansia ya sea de necesaria censura o de afán asolador. Esto tiene para rato. Me recuerda el ambiente de 1982 en cuanto a derrumbe de imagen.

Existe una razón de ser para las invectivas contra las grandes empresas. En nombre de la libertad, su gigantismo solo la proporciona a sus máximos directivos, mientras que el resto de sus miembros son piezas de una inmensa maquinaria en la cual en la mayoría de los casos no existe un espíritu de grupo propio de otra época de la historia empresarial. Estas empresas -el tema candente- tienen la propensión casi forzosa a constituir grandes monopolios o son tentadas por la colusión a veces tácita. Se viola así el principio fundamental establecido por el fundador de la moderna teoría económica, Adam Smith, de que el monopolio por imponer un precio no natural es la mayor amenaza para el funcionamiento del mercado. Las grandes empresas y conglomerados constituyen la mayor parte de la vida económica en relación con su peso en el total del producto, de modo que la iniciativa de las medianas y pequeñas empresas y empresarios no constituye el grueso de la economía; la libertad seguiría siendo para los menos. En esta vena, las grandes empresas someten a veces de manera abusiva a los pequeños proveedores y a los clientes que no poseen poder o medios prácticos para presentar un reclamo. Por último, por su tamaño la propiedad de ellas contribuye a la desigualdad, en particular a aquella representada por el índice Gini.

No es toda la historia. Desde luego, en ninguna economía ni nación moderna las grandes empresas han llegado a la posición de definir en su totalidad al proceso económico y a la política; en ninguna de ellas ha desaparecido la pequeña y mediana empresa. (Otra cosa es el maridaje entre la política, personas o burocracia estatal, y empresas). La dinámica misma de la economía le pone un freno, en especial en las sociedades abiertas. Sobre todo, el dinamismo en innovación, desarrollo tecnológico e indirectamente en inventos ha dependido siempre de este sector de la economía, o de pequeños empresarios que a través de un acto creativo en este plano crean grandes conglomerados (Henry Ford y Steve Jobs). Gran parte de la riqueza acumulada en pocas manos según los índices (reconozco, por cierto, que es poco elegante en lo estético-moral) yace depositada en empresas y en las finanzas, y actúa como un motor de este sector de la economía.

Razones culturales explican que en algunas partes, como en Italia, empresas medianas de tipo familiar o regional (hay de las grandes como Enel, y la presencia de Matteo Renzi en Chile hace unos días lo atestigua) pueden ofrecer el rostro del dinamismo, pero en general este se relaciona con los conglomerados. Esto es a la vez lo que atrae la extrañeza y la crítica airada. Es un juego sin fin del proceso democrático, ya que el libre flujo de información y debate es lo que ayuda a completar el Estado de Derecho y los límites del poder.

Quizás lo que hay detrás de esto es que el dinamismo de la economía moderna -que también de manera imperfecta se la llama capitalista, la única que ha tenido la llave principal, aunque no la maestra, para superar la pobreza- ha sido un fenómeno titánico y transformador que condiciona, recluta y moviliza incesantemente. No ha sido, sin embargo, una realidad que suscite aprecio, contentamiento, sentido de lo hogareño; en suma, no ha despertado amor. Este tiene que brotar de otras fuentes.

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