El sentido de la subsidiariedad

El sentido de la subsidiariedad

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Lo medular del constitucionalismo es la defensa del individuo frente al poder estatal. Así emerge la Carta Magna, para reducir el poder del monarca inglés, la Constitución de Filadelfia en los Estados Unidos y los primeros esfuerzos de la Revolución Francesa. Organizar la forma y darles protección social a los ciudadanos emerge de dicha necesidad. Es el reconocimiento básico de que la persona, su naturaleza y la esencia de sus atributos, es previa y superior al Estado. Esto tiene múltiples implicancias, la más importante en estos días: que las Constituciones modernas entienden que el reconocimiento y la protección de los derechos humanos es parte de su tarea.

El principio de subsidiariedad es una aplicación de esta idea. Somos las personas, con nuestros instintos y naturaleza social, quienes tenemos prevalencia para perseguir los fines y alcanzar las metas que nos hemos propuesto, solos o asociados con otros, todo ello en un ámbito de libertad y seguridad que el Estado debe no solo reconocer sino que, además y muy especialmente, proteger o cautelar. Eso es lo que se llama subsidiariedad negativa, esto es, no necesitamos que el Estado intervenga o se inmiscuya en aquellas cosas que podemos hacer por nosotros mismos. Lo expuesto, sin embargo, no significa que el Estado deba desentenderse absolutamente del actuar privado pues, lo público en tal caso, estará dado por el deber de fiscalizar el sometimiento a las reglas que, por razones de bien común, es menester fijar para el desenvolvimiento correcto de los agentes sociales.

Pero, además, la subsidiariedad tiene otro sentido igual de importante. Los ciudadanos no solo aspiran, sino exigen que el Estado actúe proactivamente, ocupando aquellos espacios en que las personas, aún asociadas unas con otras, no pueden o no quieren actuar. Y la verdad, el Estado tiene el deber de actuar cuando se trata de proteger, de cautelar los derechos fundamentales de las personas que habitan su territorio, de propender a la satisfacción de sus necesidades, en fin, de conseguir el logro de su esencial finalidad, de lo que supone conseguir el ideal de su existencia, el bien común de quienes formamos la comunidad nacional.

El principio de subsidiariedad ha sido reconocido como esencial en el pensamiento socialcristiano, desde su aparición en la encíclica «Rerum novarum», la primera entre los documentos pontificios dedicada preferentemente a temas sociales. Y también en la cultura liberal en Rawls y en toda la tradición de los derechos humanos. Sus principales opositores emanan casi siempre de totalitarismos, de izquierdas o derechas, para quienes el Estado, o bien las corporaciones, son entidades prioritarias en la distribución de los activos sociales, aun respecto de las personas y sus derechos fundamentales.

Es evidente que la interpretación no solo estrecha, sino incluso interesada de este principio, que han tratado de hacer conservadores y totalitarios y sus traumas, han manoseado su extensión y utilidad. No le hace bien que los traductores de la subsidiariedad hayan sido el miedo atávico conservador subyacente en Jaime Guzmán, o ahora el neoestatismo de Fernando Atria y sus seguidores. Lo que ellos dijeron no es lo que dice la Constitución en relación con la subsidiariedad, pues objetivamente nada dice sobre tal principio. Es solo su particular lectura acerca del espacio de libertad que la Carta Fundamental entrega a los ciudadanos, a su afán creativo, a su instinto social y a los deberes que en función de tales reconocimientos impone al Estado.

En Chile, la consagración constitucional de manifestaciones que son muy emanantes del principio de subsidiariedad, deviene de la evolución natural y la constatación práctica del consenso democrático de nuestra historia republicana: lo público no es necesariamente lo estatal. Eso nos ha llevado a darles una importancia trascendental a las organizaciones intermedias: han sido coadyuvantes del Estado para perseguir y conseguir fines públicos. Juntas de vecinos, centros de madres, colegios privados y asociaciones de profesionales. Pero también emprendimientos privados.

La defensa de la consagración constitucional de manifestaciones de la subsidiariedad implica algo que para nosotros es esencial: mantener el ideal democrático de que el Estado, los cuerpos intermedios y las personas se necesitan mutuamente y requieren coordinar su actuar para el bien común. Y que somos los ciudadanos quienes tenemos la prioridad para fijar las reglas, los límites y la necesidad de la acción positiva del Estado. (El Mercurio)

Sebastián Sichel, Presidente ejecutivo de Plural

Eugenio Evans, Investigador asociado de Plural

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