Luego leí El Reino. No fue de esas lecturas que resultan fáciles y se hacen sin apenas respirar. Me tomó tiempo. Tuve que ir digiriendo, volver atrás, consultar la Biblia y Wikipedia. Entretanto fui haciendo mía la admiración del autor ante el poder de las creencias religiosas, y su ambivalencia hacia ellas. Porque este es el tema de El Reino, al igual que el de Limónov: la relación con la creencia; en el primer caso la de corte religioso, y en el segundo la de corte secular, como son el marxismo y el nacionalismo ruso; ambas de gran actualidad, cuando vemos que las pasiones que alientan las creencias parecen haberse tomado la revancha en la diseminación del fundamentalismo islámico y el resurgimiento de la Rusia de Putin.
De El Reino me cautivó también la fascinación de Carrère por San Pablo y esa quijotesca empresa que derivó en el cristianismo, en base a predicar algo tan absurdo como que El Reino pertenece a los desposeídos y no a los poderosos, a los humildes y no a los vanidosos, a los que dudan y no a los sabios, a los que actúan y no a los que observan la Ley, a los que creen y no a los que buscan el conocimiento.
Conocí a Carrère cuando hace algunas semanas estuvo en Chile invitado por La Ciudad y las Palabras, el programa del doctorado en Arquitectura de la UC. Es un tipo fino, cultivado, lleno de recursos, pero que al mismo tiempo no teme exponer sus dudas y su perplejidad. Su conferencia fue ver en acto eso que solo se encuentra entre los franceses: un conocimiento vastísimo, una capacidad de insight que se nota es fruto de mucha reflexión (y de muchas sesiones de psicoanálisis, como él mismo lo señaló), una irreverencia a prueba de balas; en fin, un talento envidiable para moverse libremente en variadas plataformas al mismo tiempo, y no caerse.
El tema recurrente fue la creencia religiosa; esa pasión que movilizó a San Pablo y, sí, la misma que movilizó también a los asesinos del Bataclán. Ante un cristianismo que hoy parece desgastado, el Islam se presenta como una religión joven, que comparte con el judaísmo y el cristianismo el mismo tronco monoteísta, lo que lo conduce a tener hacia ellos una relación de rivalidad y competencia. La profecía de Houellebecq, la de una Francia sometida al Islam, Carrère no la descarta, «aunque para ello el islamismo necesita un San Pablo»; alguien que haga la conexión con otras tradiciones culturales -como lo hizo Pablo con la tradición grecorromana- y se plantee conquistar a los paganos, no matarlos, como lo hace el terrorismo islámico.
«No soy creyente», dijo Carrère, «pero la creencia religiosa me hace dudar: no tengo tanta fe como para ser ateo». Para negar El Reino.