El Reino

El Reino

Compartir
De Emmanuel Carrère supe por unos amigos franceses que estuvieron de visita en mi casa el año pasado. Dos intelectuales, laicos, republicanos, de izquierdas. Traían consigo El Reino, que venía de salir. Una «novela liviana», me dijeron; pero noté que empleaban cualquier interrupción de su programa de actividades para encerrarse y seguir leyéndola. Que fueran capturados por un best-seller , que trataba además sobre el origen del cristianismo, me dejó intrigado. Como aún no estaba traducida partí por leer Limónov. Creí que era un ensayo, por lo que tenía pocas expectativas. Pero me maravilló la libertad del autor para ir armando una historia que mezcla tantas miradas, entre ellas la de sí mismo. También cómo traspasa al lector su propia ambivalencia ante el personaje, haciéndonos descubrir ese pequeño fascista que todos llevamos dentro, aquel que está mas cerca del noble con su sentido del honor, o del pobre con su apego al instinto, que del burgués y su vida guiada por el interés y el cálculo individualista.

Luego leí El Reino. No fue de esas lecturas que resultan fáciles y se hacen sin apenas respirar. Me tomó tiempo. Tuve que ir digiriendo, volver atrás, consultar la Biblia y Wikipedia. Entretanto fui haciendo mía la admiración del autor ante el poder de las creencias religiosas, y su ambivalencia hacia ellas. Porque este es el tema de El Reino, al igual que el de Limónov: la relación con la creencia; en el primer caso la de corte religioso, y en el segundo la de corte secular, como son el marxismo y el nacionalismo ruso; ambas de gran actualidad, cuando vemos que las pasiones que alientan las creencias parecen haberse tomado la revancha en la diseminación del fundamentalismo islámico y el resurgimiento de la Rusia de Putin.

De El Reino me cautivó también la fascinación de Carrère por San Pablo y esa quijotesca empresa que derivó en el cristianismo, en base a predicar algo tan absurdo como que El Reino pertenece a los desposeídos y no a los poderosos, a los humildes y no a los vanidosos, a los que dudan y no a los sabios, a los que actúan y no a los que observan la Ley, a los que creen y no a los que buscan el conocimiento.

Conocí a Carrère cuando hace algunas semanas estuvo en Chile invitado por La Ciudad y las Palabras, el programa del doctorado en Arquitectura de la UC. Es un tipo fino, cultivado, lleno de recursos, pero que al mismo tiempo no teme exponer sus dudas y su perplejidad. Su conferencia fue ver en acto eso que solo se encuentra entre los franceses: un conocimiento vastísimo, una capacidad de insight que se nota es fruto de mucha reflexión (y de muchas sesiones de psicoanálisis, como él mismo lo señaló), una irreverencia a prueba de balas; en fin, un talento envidiable para moverse libremente en variadas plataformas al mismo tiempo, y no caerse.

El tema recurrente fue la creencia religiosa; esa pasión que movilizó a San Pablo y, sí, la misma que movilizó también a los asesinos del Bataclán. Ante un cristianismo que hoy parece desgastado, el Islam se presenta como una religión joven, que comparte con el judaísmo y el cristianismo el mismo tronco monoteísta, lo que lo conduce a tener hacia ellos una relación de rivalidad y competencia. La profecía de Houellebecq, la de una Francia sometida al Islam, Carrère no la descarta, «aunque para ello el islamismo necesita un San Pablo»; alguien que haga la conexión con otras tradiciones culturales -como lo hizo Pablo con la tradición grecorromana- y se plantee conquistar a los paganos, no matarlos, como lo hace el terrorismo islámico.

«No soy creyente», dijo Carrère, «pero la creencia religiosa me hace dudar: no tengo tanta fe como para ser ateo». Para negar El Reino.

Dejar una respuesta