El ocaso del liceo

El ocaso del liceo

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Lo ocurrido en el Instituto Nacional es impactante, por los incidentes protagonizados por alumnos: tomas destructivas, que resultara quemado uno de ellos mientras manipulaba una molotov, la agresión a carabineros con elementos contundentes y artefactos incendiarios. No es muy distinto de lo ocurrido en el Liceo Darío Salas: hubo que detener y allanar casas de estudiantes que rociaron con bencina a una profesora, en medio de una protesta (3 alumnos y 3 exalumnos).

El año pasado, estudiantes del Liceo Javiera Carrera prendieron fuego en un pasillo, arrojaron cuadernos como proyectiles a una profesora y un balde de agua a otra. Algo más contundente fue lo que protagonizaron alumnos del Liceo Amunátegui casi en paralelo: en la quinta toma, quemaron gran parte de la sala de profesores, aulas de clases, la cocina y libros de clases. Los daños han representado cientos de millones de pesos, debiendo adelantarse vacaciones o trasladar un liceo completo a varios establecimientos de Santiago.

Todos los años se registran manifestaciones estudiantiles. Entre 2016 y 2018 los liceos perdieron 316 días de clases por estar en tomas. En el Javiera Carrera, por ejemplo, hubo 12 tomas el último año y, en el primero, 10 liceos hicieron lo propio en forma prolongada. Todo dice que este “ecosistema” perdurará ad infinitum

Hay que remontarse a 2006 para mirar en perspectiva el panorama. Durante varios meses estudiantes secundarios protagonizaron la llamada “revolución pingüina”, la mayor protesta de escolares conocida en el país hasta ese momento, que instaló a la educación en el centro del debate público. Durante el invierno y primavera de 2011 irrumpió un movimiento estudiantil de mayor envergadura que surgió de las universidades, sumándose secundarios comandados por liceanos. Lo más relevante del petitorio de estos últimos se refirió a mejoras de infraestructura y una nueva institucionalidad de la educación, concibiéndola como un derecho: igualitaria, gratuita y de calidad. Pero las demandas universitarias fueron acogidas, como sabemos, mientras que las de los secundarios no recibieron atención en lo sustancial

Es inexplicable y hasta injusto que el gobierno anterior haya postergado la educación pública en niveles de básica y media, prefiriendo la superior. Pongo el caso de los liceos, porque al parecer viven su ocaso, habiendo sido hasta hace unas cuantas décadas una institución de excelencia.

Según un estudio-ensayo de Sol Serrano (“El liceo”, 2018), fue una experiencia esencial para quienes tuvieron la oportunidad de educarse en ellos —muchos podemos confirmarlo—; ya siendo alumnos comprendieron lo que significó para sus vidas, por la categoría de la enseñanza y conocimientos adquiridos, pero sobre todo en cuanto a la formación humana recibida. Existía respeto a la autoridad y profesores, tradiciones que permitían desarrollar civilidad y formas de urbanidad, “compartieron un ethos intangible, en parte republicano, en parte meritocrático, de constructores de la democracia”, mujeres y hombres de clase media que vivieron “un relato histórico encarnado en el establecimiento”: adoptaron una identidad, sentido de pertenencia y compromiso social. En fin, portando conciencia nacional, se sintieron protagonistas de un proyecto de sociedad.

¿Qué queda de todo aquello? ¿Cómo recuperar al liceo chileno? Nadie más que el Estado puede hacerse responsable. Sus alumnos, desde 2006 actores empoderados, demandan calidad y exigen derechos, pero destruyen su colegio y agreden a profesores. Perdieron el sentido y el liceo ya no es espacio identitario. Los estudios demuestran que los indicadores de convivencia escolar y rendimiento académico vienen de baja, en todos los liceos. El tema es más profundo y multidimensional. No mejorará atendiendo petitorios y con contención emocional —seguirán quemándolos—, sino con una buena política y un plan de desarrollo de largo plazo. Estamos ad portas de ver el réquiem.

 

Álvaro Góngora/El Mercurio

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