En «Crimen y castigo» de Dostoievski, el joven estudiante Rodion Raskolnikov es desterrado a Siberia por haber cometido un doble asesinato. Con un hacha, les partió las cabezas a una usurera y a su hermana. ¿Por qué? Sus motivos son complejos, pero entre ellos está la idea de que él, dueño de la verdad, es un hombre excepcional, con derecho a cometer desmanes semejantes, sobre todo si con el dinero sustraído puede beneficiar a otra gente. ¿No sacrificaban vidas ajenas un Julio César o un Napoleón camino a hacer el bien? ¿El fin no justifica los medios?
En Siberia, Raskolnikov sigue aferrado a esas ideas. Pero un día, en estado febril, tiene una pesadilla. Sueña con una epidemia avasalladora en que los europeos son infectados por gusanos que hacen que cada uno se sienta dueño exclusivo de la verdad. Como toda verdad alternativa es intolerable, estalla una guerra furibunda de todos contra todos, con pocos sobrevivientes. El sueño ilumina a Raskolnikov, como si en él se hubiera visto en un despeluznante espejo. Entiende que nadie es dueño de la verdad, mucho menos él, que tanto creía serlo. Entiende que él no es más que los otros convictos. Sale de su amargo solipsismo y encuentra la amistad y el amor.
Me acordé de Raskolnikov cuando Sebastián Piñera anunció el Museo de la Democracia. La idea es buena, un buen antídoto a la tendencia, de dimensiones a veces epidémicas, que tenemos en Chile de creernos dueños de la verdad. No hemos llegado a una guerra de todos contra todos, pero sí hemos vivido períodos de violencia, y en los últimos años, hemos padecido la prepotencia de unos dueños de la verdad de última generación. Si bien no violentos (no pretenden partirnos la cabeza con un hacha), nos han amenazado con retroexcavadoras, y nos han querido convencer que los consensos del pasado no eran sino el producto de transacciones miserables, en que se abandonaron principios sagrados nada más que para disfrutar del poder.
Piñera, quien nos promete un gobierno moderado, abierto a los consensos, es la persona indicada para proponer un Museo de la Democracia. Nos hace falta. Hemos tenido períodos larguísimos de democracia exitosa en épocas en que algunos de los países más admirados de Europa vivían sometidos a monarquías autoritarias o a dictaduras fascistas. ¿Quién se acuerda hoy de eso? ¿A quién lo llena del orgullo que se merece? Para qué hablar de nuestra transición, que en 1990 inauguró 25 años de grandes éxitos. Allí compatriotas de todos los espectros, que se habían creído dueños absolutos de la verdad, tuvieron la humildad, la grandeza, la sabiduría de abrirse a verdades ajenas, de encontrarse con sus adversarios a mitad del camino. Es inaceptable que por una suerte de chantaje moral talibán, propinado por mentes amargas, se represente a esta época como una de transacción cínica.
Yo siempre he elogiado el Museo de la Memoria. Por otro lado soy de los que piensan que en general deberíamos enriquecer nuestros pobrísimos museos existentes en vez de crear museos nuevos. Pero apoyo la iniciativa de Piñera. Si el Museo de la Memoria es necesario para evitar que se repitan atrocidades inexcusables, el de la Democracia lo es para que no se pierda lo logrado, sobre todo ahora que tantos políticos exhiben un preocupante desprecio por la democracia representativa. Pienso no solo en los asambleístas más o menos chavistas del Frente Amplio. Pienso en un Guillier cuando denuesta a los partidos políticos y, como populista clásico, pretende estar en contacto directo con la ciudadanía.
Un Museo de la Democracia no nos llevará a encontrar el amor como Raskolnikov. Pero nos ayudaría a convivir, a entendernos y a tolerarnos, y eso ya es mucho en estos tiempos de cólera. (El Mercurio)
David Gallagher