El mundo de ayer

El mundo de ayer

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Nada es más reconfortante que encontrar en la literatura del pasado ecos de nuestra propia experiencia actual. No se trata de réplicas exactas de nuestras vivencias, sino de evocaciones, reminiscencias y pinceladas que nos ayudan a arrojar nuevas luces sobre nuestra realidad y sobre los sentimientos que ciertas situaciones nos despiertan.

Admito que busco deliberadamente estos déjà vu, porque me insinúan que todo ha sucedido con anterioridad, que todo cambia, pero mucho también perdura, que hay épocas de oscuridad que parecen arraigadas e imposibles de erradicar, pero luego vuelve a amanecer.

De ahí mi reciente relectura de “El mundo de ayer”, la autobiografía de Stefan Zweig. Comenzó a escribir estas, sus memorias, en 1934 —tras la anexión de Austria por Hitler que, al menos a ojos ilustrados, permitía ya vislumbrar los horrores del nazismo—, aunque fue publicado póstumamente en 1942, poco después de su suicidio junto a su mujer en Brasil.

No es sorprendente que para un judío, que había vivido las atrocidades de una primera confrontación europea pocas décadas antes, lo que veía en su entorno le pareciera insoportable. Desde luego, la constatación, que tarde o temprano todos enfrentamos, de que “nuestra juventud ya es historia para no volver jamás”. Esta impresión de que lo mejor ya pasó, la apreciación de una nueva generación que arrasa con todas nuestras convicciones y creencias, le irrumpe al autor en un contexto en que tiene razones para temer objetivamente, y más allá de sus propios trastornos del ánimo, que “los próximos años estarán llenos de confusión, odio, amargura; para nosotros lo mejor ya pasó y nuestra única tarea es ser testigos verídicos de los días que vendrán”.

Zweig se siente parte de una generación que había aprendido a no sorprenderse con el despertar, cada cierto tiempo, de la bestialidad en el ser humano, cada día esperando que el hoy puede ser peor que el ayer y quizás mejor que el mañana. En ello concuerda con Freud, para quien nuestra cultura y civilización eran “solo una capa delgada que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructivas del inframundo”. Esto lo hacía un escéptico respecto a las posibilidades reales de un mejoramiento de la naturaleza humana. A lo que más podía aspirar su generación del descontento era a acostumbrarse gradualmente a vivir “sin tierra bajo nuestros pies, sin justicia, sin libertad, sin seguridad”.

Las reverberaciones de “El mundo de ayer” para una persona de mi generación, evidentemente no se vinculan a los hechos relatados en estas memorias, por cierto muy lejanos a nuestra realidad; pero sí confluyen en las aprensiones que nos pueden asolar en ciertas épocas convulsionadas y de mayor incertidumbre.

Somos, tal vez, la generación chilena que más cambios en su historia ha experimentado, y no solo por las obvias razones ligadas a los desarrollos tecnológicos, sino, principalmente, porque el período de transformación que hemos vivido desde una sociedad tradicional a una de modernización inconclusa ha tenido profundas consecuencias en todos nuestros paradigmas: es el fin de las certezas, el debilitamiento de las pertenencias familiares, comunitarias, nacionales y geográficas, y el declive de nuestros vínculos sociales.

Las convicciones respecto a Dios, la religión y las iglesias, a nuestra identidad biológica y las consecuencias que ella impone, a una visión más o menos compartida de nuestra historia como nación y a nuestras presunciones respecto al bien y el mal son desafiadas por cambios muy profundos que aún no sabemos si representan realmente nuevos paradigmas o bien, algunas al menos, son solo modas efímeras que luego pasarán. Lo único cierto es que todo cambia, pero la transformación no excluye la continuidad e incluso lo que a veces parece muerto puede revivir. (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

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