El mercado no es Lucifer-Valentina Verbal

El mercado no es Lucifer-Valentina Verbal

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El actual debate acerca de la reforma tributaria (así como en materia educacional, de pensiones, salud, etc.) ha puesto sobre el tapete el giro que ha experimentado la izquierda en Chile en los últimos años, incluyendo a los partidos de la otrora Concertación. Lo que subyace detrás es no sólo una muy discutible teoría de la justicia (el igualitarismo de la suerte), sino también, y muy estrechamente relacionada con ella, una muy tosca comprensión de lo que es y cómo funciona el mercado. En este contexto, la caricatura desplegada por la izquierda actual tiende a difundir la idea según la cual el mercado sería un espacio que promueve el egoísmo y la codicia, amén de provocar una desigualdad necesariamente injusta.

Pero, a diferencia de lo que se dice o insinúa, antes que ser un ring de boxeo, el mercado es un espacio de cooperación social. ¿Cooperación de qué? De los bienes y servicios que cada uno, en su especificidad, desea o necesita intercambiar para perseguir sus fines o su propia concepción de felicidad. Y esto a partir del libre ejercicio de la capacidad empresarial que todas las personas (en distintos grados y sentidos) poseen y despliegan en la sociedad.

Dicho de otra forma, en la medida en que las personas poseen el legítimo derecho a perseguir fines propios y no colectivos (por ejemplo, en este segundo caso, impuestos desde arriba por el Estado), tienen al mismo tiempo el derecho a buscar oportunidades por sí mismas, con el objeto de lograr alguna ganancia o beneficio de carácter económico. ¿Por qué esto sería inmoral? ¿Por qué esta búsqueda estaría teñida de egoísmo o codicia, al menos necesariamente?

Lo cierto es que, pese a que esos vicios morales se pueden presentar en cualquier sistema económico —también, y quizás en mayor medida, bajo el socialismo—, el libre mercado tiende a minimizarlos, en la medida en que las personas que actúan en él deben, inevitablemente, cooperar entre sí. En la práctica, cuando alguien descubre una oportunidad que le permitirá obtener alguna ganancia legítima —el demonizado lucro, lo que está haciendo es salir de sí mismo para pensar en cómo satisfacer un fin de otro, un fin que otro considera valioso.

Por lo demás, y a pesar de los delitos económicos que algunas veces se cometen, sería impensable un sistema como el mercado sin un conjunto mínimo de virtudes, como la laboriosidad, la responsabilidad, la confianza, el cumplimiento de las promesas, etc. No por nada, y aunque esta idea resulte sorprendente para tantos fariseos anticapitalistas, Deirdre McCloskey ha dicho que el capitalismo no sólo no ha corrompido nuestra alma, sino que incluso la ha mejorado.

Por otra parte, la crítica frecuente en contra del mercado en cuanto a que —en él— las personas actuarían de manera egoísta (y poco solidaria) esconde más bien la idea según la cual la moralidad depende no de la consecución de fines individuales, sino de carácter colectivo, especialmente cuando estos últimos son establecidos desde el Estado a través de leyes y políticas públicas. En otras palabras, serían los políticos —a través de una suerte de sanedrín— quienes sabrían no sólo lo que las personas necesitan para vivir, sino cómo ellas deben vivir: qué fines o proyectos de felicidad deberían ellas perseguir. Es lo que Hayek, en el contexto del trágico siglo XX, denominó la “fatal arrogancia”.

Pero lo maravilloso del mercado, y lo que hace que amerite ser defendido con fuerza, es que no es imprescindible que las personas compartan un mismo fin o concepción de felicidad, sino que cooperen (o se ayuden mutuamente) para perseguir fines diversos, aunque igualmente legítimos. Y lo cierto es que el mercado no es ni un cielo poblado por ángeles, ni tampoco un pozo ardiente habitado por demonios, sino simplemente un espacio en que las personas cooperan con el objeto de buscar, legítimamente, su propio destino o lugar en el mundo. ¿Acaso no es esto solidaridad, en el mejor y más profundo sentido de la palabra? (El Líbero)

Valentina Verbal

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