El malestar en la cultura

El malestar en la cultura

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Turbas de estudiantes y trabajadores irrumpieron en el metro y paralizaron la ciudad. Hubo saqueos, incendios, cacerolazos esparcidos por todos lados.

Desde luego —es imprescindible recordarlo— cuando las mayorías sienten que se les maltrata se rebelan, como lo enseña la huelga de la carne de 1905 o la revolución de la chaucha de 1949.

Así, podría decirse, no hay, en estos incidentes, nada nuevo bajo el sol. Pero las coincidencias del caso del metro con otros de estos mismos días —el intento de incendio del Instituto Nacional, la intolerancia juvenil, entre ellos— sugieren que el incidente tiene causas peculiares.

¿A qué se debe —cabe preguntarse entonces— esta conducta que ni Thoreau ni Russell ni Luther King ni Rawls aceptarían llamar, como se ha pretendido, desobediencia civil?

Hay tres factores que quizá la explican. Hay una cuestión generacional que se manifiesta cada vez con mayor intensidad; hay una cuestión de legitimidad que poco a poco se insinúa; y hay una percepción de la desigualdad que cada día encuentra menos consuelo.

Desde luego una cuestión generacional. No es casualidad que todas esas formas de protesta violenta sean protagonizadas por jóvenes. La literatura de las generaciones (desde Stuart Mill hasta Ortega, pasando por Mannheim) siempre las presenta como intentando tomar posesión del mundo social en el que han aparecido.

Pero para lograr esa toma de posesión, explican esos autores, las nuevas generaciones han solido contar con una cierta orientación ideológica que ordena y contiene su conducta, que la hace, por decirlo así, más racional, más instrumental. Hoy día eso falta.

Las nuevas generaciones están huérfanas de orientación (aunque no de aplausos de algunos viejos que compensan así la deuda de su propio pasado). Y así carentes de orientación ideológica, quedan presas de sus pulsiones. En vez de contar con una orientación ideológica, las nuevas generaciones están convencidas de que su subjetividad, el fervor con que abrazan una causa, la intensidad de sus creencias acerca de la injusticia del mundo, valida cualquier conducta que las promueva.

Esta continuidad entre la convicción íntima y la validez de lo que se cree, es siempre la fuente de los peores excesos. Sin un momento reflexivo entre el impulso y la conducta, cualquier cosa es posible.

Kant enseñaba que la experiencia moral derivaba del hecho que los seres humanos son capaces de sentir un impulso subjetivo pero de interponer entre ese impulso y la acción una pregunta: ¿es correcto aquello que el impulso demanda? La respuesta a esa pregunta, enseñaba, sólo puede producirse si hay reglas a las que el sujeto someta su discernimiento.

Pero en un mundo donde la subjetividad de cada uno es el árbitro final, las reglas escasean. A eso la sociología lo llama anomia. Pero eso que está ocurriendo (y no sólo en el metro, claro está) no es pura anomia generacional. También hay una cuestión de legitimidad.

Todas las sociedades se erigen sobre un principio que las legitima, que hace admisibles las diferencias que en ellas se pueden constatar. Como todas las sociedades tienen desigualdades, la clave para su estabilidad es la forma en que las justifican.

En el caso de la modernización capitalista (el proceso que Chile ha experimentado en las últimas décadas) ese principio legitimador, su combustible cultural, es el acceso permanente a nuevas formas de consumo y la promesa de distribuir recursos en base al esfuerzo. Esa forma de legitimar el orden social es el secreto del dinamismo que es capaz de exhibir esa forma de modernización.

Ese es su secreto, pero también su debilidad.

Porque ese principio poseerá eficacia simbólica y orientará la conducta mientras el bienestar se incremente, el consumo se expanda y la fantasía de recibir tanto como esfuerzos se hacen, se realice siquiera a pedazos, así sea de manera incremental.

Pero cuando todo ello no ocurre, cuando el logro del bienestar se hace moroso, cuando el consumo se estrecha y los esfuerzos no parecen encontrar retribución, ese principio de legitimidad comienza a mostrarse como una mentira, una mentira noble (así llama Platón, en La República, a la justificación del orden social).

Entonces el orden social medido por el propio principio de legitimidad que le subyace —la sociedad medida por sí misma— se debilita y la gente, especialmente los jóvenes, ya no encuentran motivos para obedecer (Weber definió la legitimidad como la disposición a obedecer).

Y entonces la desigualdad (que la expansión del consumo ocultaba) se hace manifiesta.

Ello ocurre cuando la fantasía se disipa y el velo de legitimidad cae. La desigualdad, la diferencia de clases, la distinta distribución de los recursos queda entonces a la vista, sin relato alguno que la justifique o la envuelva.

Quizá algo así está ocurriendo en Chile. Las encuestas muestran el dato sorprendente que la desigualdad objetiva es tolerada porque las personas —los grupos medios— sienten gracias a la expansión del consumo y la marea del bienestar —quizá debiera decirse sentían— que la movilidad está a su alcance.

Y si de pronto descubren que no, que la diferencia es abismal y que la promesa de movilidad era una ilusión, la frustración todo lo invade y se transforma en rabia. Y es probable que esa sensación de sentirse defraudado, traicionado en las expectativas, sea el fruto de la promesa que la derecha hizo y gracias a la cual llegó al gobierno. Después de todo, Sebastián Piñera alentó la expectativa de bienestar de los grupos medios, prometió que la legitimación modernizadora (la expansión del consumo, el acceso a bienes tradicionalmente negados a las mayorías) se ensancharía en el máximo de sus posibilidades. Y ocurre que juzgado a la altura de sus propias promesas, hasta ahora al menos queda por debajo.

El resultado es tan obvio como predecible: una rabia que se acompasa con el fulgor juvenil. Así dos factores explosivos coinciden: la certeza juvenil acerca de la injusticia de este mundo y un principio de legitimación que aparece defraudado por el pobre desempeño gubernamental.

Raymond Aron, el gran sociólogo francés, describió alguna vez las protestas juveniles como un psicodrama, una puesta en escena de pulsiones y certezas puramente subjetivas. Pero, advirtió, esas conductas a veces encuentran un escenario social que permite que el psicodrama adquiera caracteres de genuina protesta. Y ello ocurriría, conjeturó, cuando las mayorías históricamente excluidas, luego de morder la manzana del consumo y el bienestar,y abrigar la esperanza del ascenso, teman que eso que les estuvo vedado tanto tiempo y al que creían haber accedido, se empiece a alejar de nuevo.

Algo de eso está ocurriendo en Chile. Todo eso se agrava cuando algunos viejos, adherentes de una nueva beatería, proclaman a los jóvenes como el depósito de ideales puros, faros luminosos que indican el camino. El problema de legitimidad, por su parte, también se agrava cuando un gobierno de derecha, electo para expandir sin culpas el consumo y premiar el esfuerzo personal, se distrae y parece haber olvidado cómo hacerlo. Y todo se hace aun peor cuando la herida que la legitimidad cubría –la desigualdad– queda de pronto a la vista. (El Mercurio)

Carlos Peña

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